Cuando Menley despertó el miércoles a las siete de la mañana, percibió cierta inquietud en el ambiente. La brisa era húmeda y la habitación todavía estaba en penumbra. La luz que penetraba por los bordes de las cortinas era tenue y no había rayos de sol bailoteando en el alféizar de la ventana.
Había dormido bien. Aunque la habitación de Hannah estaba al lado y había dejado las dos puertas abiertas, se había colocado el interfono en la mesilla. A las dos oyó que la niña se revolvía y fue a verla, pero no había despertado.
«Y nada de sueños, nada de alucinaciones, afortunadamente», pensó Menley al tiempo que cogía la bata. Se acercó a la ventana que daba al mar y descorrió las cortinas. El mar estaba gris y las olas todavía lamían la orilla con suavidad. Un sol débil se asomaba entre las gruesas nubes que viajaban sobre el agua.
«Mar, cielo, arena, espacio —pensó—. Esta maravillosa casa, esta magnífica vista». Estaba aprendiendo a disfrutar de todo aquello. Tras la muerte de su padre, su madre le dejó el cuarto pequeño a su hermano y trasladó la cama individual de Menley al dormitorio principal. Cuando Jack se fue a la universidad le tocó el turno a Menley de disponer de habitación propia, y desde entonces, cuando Jack volvía a casa, dormía en el sofá cama de la sala de estar.
«Me acuerdo de que cuando era pequeña dibujaba casitas con habitaciones bonitas —pensó Menley mientras contemplaba el mar—, pero jamás me había imaginado una casa así, con una situación como ésta. Quizá por eso la que teníamos en Rye jamás me hizo la misma ilusión. Recuerda, sería una casa especial. Me imagino viniendo para Acción de Gracias y Navidad, los veranos, como los que pasó Adam de joven, y otros fines de semana largos en otras estaciones del año. Compensaría con creces las ventajas de vivir en Manhattan, tan cerca del despacho de Adam».
¿Qué planes tenía Mehitabel? Muchas esposas de marinos viajaban con sus maridos por todo el mundo y se llevaban a sus hijos pequeños. Mehitabel se había ido con Andrew poco después de casarse, antes de que comenzaran los problemas. ¿Le apetecería hacer otros viajes?
Sería lógico que Tobías Knight hubiera construido algún tipo de depósito de mercancías en el jardín o en la propia casa y por eso lo habían visto merodear por allí.
«Yo escribiré la historia así —pensó—. ¿Por qué estoy tan convencida esta mañana?». Y entonces comprendió la razón. El tercer miércoles de agosto de hacía muchos años, Mehitabel había sido condenada por adulterio y azotada para luego volver a casa y encontrarse con que su marido se había llevado a su hija. Aquél era el tercer miércoles de agosto.
Un instante después a Menley no le hizo falta que el interfono le avisara que Hannah estaba despierta y tenía hambre.
—Ya voy, gruñona —gritó, y se dirigió presurosa al cuarto de su hija.
Amy llegó a las nueve. Era evidente que estaba disgustada y Menley no tardó mucho en descubrir el porqué.
—Anoche, cuando llegué, Elaine estaba en nuestra casa —dijo—. El señor Nichols le había pedido la cinta de Bobby y supongo que se imaginó que la había cogido yo, porque me la pidió. Yo no se la quise dar. Le dije que era de ustedes y que les había prometido devolvérsela. Dijo que era una copia de seguridad que había hecho porque el año pasado el señor Nichols estaba tan trastornado que tenía miedo de que la perdiera y sabía que usted no la había visto. —Las lágrimas afloraron a los ojos de Amy—. Mi padre se puso de parte de ella y ahora también está enfadado conmigo.
—Amy, siento que hayas tenido problemas por esto, pero no creo que Elaine hiciera una copia de esa cinta pensando en mí. Y me alegro de que no se la dieras. ¿Dónde está?
Amy metió la mano en su bolsa.
—Aquí.
Menley sostuvo la cinta en la mano un instante y a continuación la dejó encima de la mesa de la cocina.
—Ya la miraré luego. Me parece que sería buena idea que pusieras a Hannah en el cochecito y os fuerais a dar una vuelta. Dicen que habrá tormenta y que durará hasta mañana por la tarde.
Adam llamó una hora más tarde.
—¿Cómo va todo, cariño?
—Bien —respondió ella—, pero está cambiando el tiempo. Han anunciado tormenta.
—¿Ha llevado Amy la cinta de Bobby?
—Sí.
—¿La has mirado ya?
—No. Adam, confía en mí. La miraré esta tarde, mientras Amy esté con Hannah, pero sé que no habrá problema.
Cuando colgó observó la pantalla del ordenador. La última frase que había escrito antes de que sonara el teléfono era: «Mehitabel imploraba a su esposo que confiara en ella».
A las once llamó a Nick Bean, el constructor que había rehabilitado la casa. Bean era un hombre afable que se mostró abierto y comunicativo respecto a Recuerda.
—Una obra admirable —dijo—. En la construcción original no había ni un solo clavo. Todas las juntas eran de caja y espiga. —Menley le preguntó si conocía los cuartos secretos de las casas de los antiguos colonos—. He encontrado alguno en unas pocas casas antiguas —le explicó—. La gente exagera. Originalmente se llamaban «cuartos de los indios» porque era donde se escondía la familia cuando atacaban los indios. —Menley percibió el tono divertido—. El único problema es que los indios de Cape Cod no eran hostiles. Esos cuartos servían para esconder los cargamentos ilegales o para meter los objetos de valor cuando la gente se iba de viaje. Una versión antigua de la caja de seguridad, supongo.
—¿Cree que es posible que en Recuerda haya un cuarto secreto? —preguntó Menley.
—Es posible —confirmó Bean—. Tengo la impresión de que el último operario que estuvo me comentó algo. Hay cierta distancia entre las paredes de las habitaciones y el centro de la casa, donde se construyeron las chimeneas. Pero eso no quiere decir que, aunque exista, lo podamos encontrar. Pueden haberlo tapiado de tal manera que haría falta un genio para descubrirlo. Habría que empezar a mirar en el armario empotrado de la sala. A veces se puede quitar un tablero de la parte de atrás y por ahí se entra en el escondite.
Un tablero de la parte de atrás. En cuanto colgó, Menley corrió a mirar el armario empotrado de la sala principal. Estaba a la izquierda de la chimenea. Lo abrió y un olor a humedad impregnó sus sentidos. «Debería dejar la puerta abierta para que se aireara», pensó. Pero en el fondo del armario no se veía ninguna junta que indicara la entrada al cuarto secreto.
«Quizá cuando la casa sea nuestra podamos seguir explorando —pensó—. No puedo ir por ahí echando paredes abajo». Regresó a la mesa de trabajo, pero se dio cuenta de que le resultaba imposible concentrarse. Quería ver el vídeo de Bobby.
Esperó hasta después de comer, cuando Amy subió a Hannah a echar la siesta. Cogió la cinta y se la llevó al estudio. Al meterla en el vídeo y apretar el botón se le hizo un nudo en la garganta.
Aquel fin de semana habían ido a East Hampton a ver a uno de los socios de Adam. Lou Miller tenía una cámara de vídeo y el domingo por la tarde, después de comer, la sacó. Adam y Bobby estaban en la piscina. Ella estaba sentada debajo de una sombrilla hablando con la mujer de Lou, Sherry.
Lou grabó tomas de Adam enseñando a nadar a Bobby. Bobby se parecía muchísimo a su padre. Lo estaban pasando estupendamente. Entonces Adam levantó a Bobby y lo puso en el borde de la piscina. Menley recordaba que Lou desconectó la máquina y dijo:
—Bueno, ya basta de espectáculos acuáticos. Ahora vamos a grabar a Bobby con su madre. Adam, sácalo del agua. Menley, llámalo.
Y oyó su propia voz que decía:
—Bobby, ven aquí, ven con mamá.
«Ven conmigo, Bobby». Menley se secó los ojos mientras contemplaba al niño, que corría hacia ella con los brazos extendidos y la llamaba:
—Mami, mami.
Suspiró. Era la misma vocecita alegre que había oído la semana anterior, cuando le pareció que Bobby la llamaba. Sonaba tan vibrante, tan real… Se acordó de cómo había empezado a decir «mami». Adam y ella bromeaban al respecto. Adam decía:
—Parece más bien que diga «mam-mí», haciendo énfasis en «mí».
Era exactamente la misma manera en que la llamaba aquella noche en que lo buscó por toda la casa. ¿Había sido aquello un sueño en lugar de una alucinación? La doctora Kaufman le había dicho que los recuerdos traumáticos serían sustituidos poco a poco por los felices. Pero no cabía duda de que el silbato del tren había sido una alucinación.
La cinta avanzaba. Bobby se lanzaba en sus brazos y ella lo volvía hacia la cámara.
—Dinos cómo te llamas.
Empezó a llorar mientras el niño decía orgulloso:
—Wobert Adam Nico.
Cuando terminó la cinta, Menley permaneció un rato sentada con las manos en el rostro. Luego un pensamiento tranquilizador alivió su dolor: al cabo de dos años Hannah sabría contestar a la misma pregunta. ¿Cómo pronunciaría Menley Hannah Nichols?
Oyó que Amy bajaba las escaleras llamándola. Unos instantes después entraba con cara de preocupación.
—¿Le pasa algo, señora Nichols?
Menley se dio cuenta de que todavía tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—No, nada, pero me gustaría que miraras esto conmigo.
Amy se sentó a su lado mientras ella rebobinaba la cinta y la volvía a pasar. Cuando hubo terminado, Menley preguntó:
—Amy, cuando Bobby me llamaba, ¿has notado algo especial en la forma de hacerlo?
—¿Se refiere a que decía «mam-mí»? Parecía que quería decir: «Eh, mamá, ven tú hacia mí».
—Eso pensaba yo, pero quería asegurarme de que no eran imaginaciones mías.
—Señora Nichols, ¿supera uno alguna vez la pérdida de un ser querido? —preguntó Amy.
Menley sabía que se refería a su madre.
—No —respondió—, pero aprendes a estar agradecida por haber podido tener a aquella persona durante un tiempo, aunque no fuera suficiente. Mi madre siempre nos decía a mi hermano y a mí que prefería haber pasado doce años con mi padre que setenta con cualquier otro hombre. —Rodeó los hombros de Amy con el brazo—. Siempre echarás de menos a tu madre igual que yo siempre echaré de menos a Bobby, pero las dos tenemos que ser conscientes de que será así. Yo al menos lo voy a intentar.
Al tiempo que se sentía recompensada por la sonrisa agradecida de Amy, a Menley se le ocurrió que las dos veces que la había despertado el silbato del tren Hannah también lo había oído.
La llamada, el tren. ¿Y si no eran imaginaciones suyas?