El martes no fue un día fácil para Fred Hendin. Saber que estaba a punto de renunciar a Tina definitivamente le produjo un gran impacto psicológico. Tenía treinta y ocho años y con el tiempo había salido con varias chicas, al menos la mitad de las cuales habrían estado dispuestas a casarse con él. Fred sabía que para algunas era un buen partido. Era trabajador y se ganaba bien la vida. Había sido un buen hijo y sería buen marido y buen padre. La gente se sorprendería si conociera el saldo de su cuenta bancaria, aunque siempre había tenido la sensación de que Tina lo sospechaba.
Sabía que si llamaba a Jean, a Lillian o a Marcia podría ir a cenar con cualquiera de ellas aquella misma noche. El problema era que estaba sinceramente enamorado de Tina. Sabía desde el principio que era voluble y exigente, pero cuando la llevaba del brazo, se sentía como un rey. Y era muy divertida.
Tenía que quitársela de la cabeza. Se pasó todo el día distraído, pensando en ella y en el hecho de que iba a perderla. Su jefe incluso le llamó la atención un par de veces.
—¡Eh, Fred, para ya de pensar en las musarañas, que tenemos que terminar el trabajo!
Volvió a mirar la casa de enfrente. Por algún motivo, ya no le parecía tan bonita. Sí, seguramente la compraría, pero ya no sería lo mismo. Se la había imaginado acompañado de Tina. Pero él tenía su dignidad, su orgullo. Debía romper con Tina. Todos los periódicos hablaban ya de los detalles de la investigación. No se dejaban nada: ni el estado de la mano derecha de Vivian, ni la desaparición del anillo de esmeraldas, ni las visitas de Tina a Florida. Fred se había llevado un sobresalto al ver su nombre impreso como acompañante intermitente de Tina primero y ahora novio formal. Lo pintaban como a un idiota. Sí, tenía que romper. Al día siguiente, cuando la acompañara al aeropuerto, se lo diría. Pero una cosa le preocupaba: Tina era capaz de negarse a devolverle las joyas de su madre.
A las seis de la tarde, cuando llegó a casa de Tina y la encontró, como de costumbre, todavía sin arreglar, puso la televisión y abrió el joyero.
El collar de perlas, el reloj y el broche de su madre seguían allí, lo mismo que el anillo que él acababa de regalarle. Había cumplido su misión y seguramente se moría de ganas de quitárselo del dedo. Se metió las joyas en el bolsillo.
Y de pronto se quedó perplejo. Enterrado debajo de las cadenas y pulseras baratas de Tina había un anillo. Era una piedra verde grande con un brillante a cada lado, engarzada en platino.
Lo cogió y lo observó. Hasta un imbécil habría reconocido la calidad de aquella esmeralda. Fred supo que tenía en la mano la reliquia familiar que habían arrancado del dedo de Vivian Carpenter.
Cuando Menley llegó a su casa después de visitar la de Tobias Knight, Amy estaba sentada en el portal.
—Habrás pensado que me había olvidado de ti —dijo con tono de disculpa.
—Sabía que usted no haría una cosa así —dijo Amy, y desató a Hannah de su sillita.
—Amy, ayer oí que hablabas con mi marido del vídeo de Bobby. Quiero saber lo que le decías.
Con poco convencimiento, Amy le contó cómo lo había encontrado.
—¿Y dónde está ahora?
—En mi casa. Lo cogí de casa de Elaine anoche junto con otras películas que me prestó. Se lo iba a dar al señor Nichols el jueves, cuando vuelva.
—Dámelo a mí mañana.
—Como quiera.