Menley se apartó de los brazos de Adam y se retiró en silencio a su lado de la cama. Sin despertar, Adam murmuró su nombre entre dientes. Ella se levantó, se puso la bata y lo miró sonriendo.
El dinámico abogado criminalista capaz de ganarse la confianza del jurado tenía un aspecto absolutamente indefenso cuando dormía. Estaba tendido de lado con la cabeza apoyada en un brazo y tenía el cabello revuelto, lo cual hacía más visibles los mechones canosos, así como una calva incipiente en la coronilla.
Hacía fresco, de modo que Menley se inclinó y lo cubrió con la manta hasta los hombros antes de darle un beso en la frente. Al cumplir veinticinco años llegó a la conclusión de que seguramente no iba a encontrar a nadie con quien quisiera casarse. Dos semanas más tarde conoció a Adam en un transatlántico, el Sagafjord. El buque estaba dando la vuelta al mundo y, puesto que Menley había escrito mucho sobre el Lejano Oriente, la habían invitado a dar una conferencia durante el trayecto entre Bali y Singapur.
El segundo día de travesía, ella estaba sentada en cubierta y Adam se detuvo a charlar. Había estado tomando declaraciones en Australia y a último momento decidió reservar una plaza para el mismo crucero.
—Las escalas son estupendas y necesitaba una semana de vacaciones —explicó.
Antes de que terminara el día, Menley se dio cuenta de que Adam era el motivo por el que tres años antes había roto su compromiso.
Para él las cosas se desarrollaron de otro modo. Se fue enamorando de ella paulatinamente, durante el transcurso del año siguiente. A veces Menley se preguntaba si habría vuelto a saber de él si ambos no hubiesen vivido en Manhattan a tres manzanas el uno del otro.
El que tuviesen varias cosas en común fue un elemento a su favor. Ambos amaban Nueva York y les apasionaba Manhattan, aunque se habían criado en mundos distintos. La familia de Adam tenía un dúplex en Park Avenue y él había asistido a un exclusivo colegio religioso; Menley, en cambio, había crecido en los modestos bloques de Stuyvesant Town, en la calle Catorce, donde todavía vivía su madre, y había estudiado en los colegios parroquiales del barrio. Pero coincidían en que los dos se habían licenciado por la Universidad de Georgetown, si bien con ocho años de diferencia. A ambos les encantaba el mar y Adam veraneaba en Cape Cod, mientras que ella iba a pasar el día a Jones Beach.
Cuando empezaron a salir, Menley se dio cuenta enseguida de que, a sus treinta y dos años, Adam estaba muy satisfecho de la vida de soltero que llevaba. ¿Y por qué no? Era un destacado abogado. Tenía un piso precioso y una colección de amigas. A veces dejaban pasar semanas sin llamarse.
Cuando le propuso matrimonio Menley sospechó que la decisión tenía algo que ver con el hecho de que estaba a punto de cumplir treinta y tres años. Pero no le importó. Tiempo después recordaría lo que su abuela le había dicho muchos años antes: «En el matrimonio, a menudo uno está menos enamorado que el otro. Y es mejor que sea la mujer».
«¿Por qué es mejor? —se había preguntado Menley entonces, y se lo volvió a preguntar mientras observaba a Adam dormir tan apaciblemente—. ¿Qué tiene de malo ser la que más ama?».
Eran las siete de la mañana. El intenso sol penetraba en la habitación por el contorno de las cortinas corridas. La espaciosa estancia estaba sencillamente amueblada con una cama con dosel, una cómoda con tres cajones grandes y dos pequeños encima, un armario ropero, una mesilla de noche y una silla. Todas las piezas eran auténticas antigüedades. Elaine le había contado que justo antes de que el señor Paley muriera, solía asistir con su esposa a subastas en busca de muebles del siglo XVIII.
A Menley le encantaba que hubiera una chimenea en cada dormitorio, aunque no era probable que tuvieran que encender fuego en el mes de agosto. La habitación que había al lado de la de ellos era pequeña pero parecía perfecta para la niña. Menley se ciñó más la bata mientras salía al pasillo.
Cuando abrió la puerta del cuarto de Hannah una fuerte brisa la recibió. «Debería haberla tapado con un edredón», pensó, consternada por su descuido. Le habían echado un vistazo a las once, cuando fueron a acostarse, comentaron lo del edredón y decidieron que no hacía falta. Evidentemente, durante la noche la temperatura había bajado más de lo que esperaban.
Menley se acercó a toda prisa a la cuna. Hannah dormía profundamente, bien arropada por el edredón. «No es posible que no me acuerde de haberme levantado durante la noche —pensó—. ¿Quién la ha tapado?».
Se sintió como una idiota. Sin duda Adam se había levantado y había echado un vistazo a la niña, aunque era algo que ocurría raras veces, pues tenía el sueño pesado. «O a lo mejor he sido yo misma», admitió. Los médicos le habían recetado un sedante para la hora de acostarse que la dejaba absolutamente atontada.
Tenía ganas de darle un beso a Hannah pero sabía que si lo hacía corría el riesgo de despertarla.
—Hasta luego, cielo —susurró—, antes necesito tomarme un café tranquilamente.
Al llegar al pie de las escaleras se detuvo, consciente de que el corazón le latía con mayor fuerza y una sensación de abrumadora tristeza se había apoderado de ella. «También voy a perder a Hannah. ¡No, no! Eso es una ridiculez —se dijo con furia—. ¿Por qué pienso estas cosas?».
Se dirigió a la cocina y puso la cafetera al fuego. Diez minutos más tarde, con la humeante taza de café en la mano, estaba de pie en la sala de delante contemplando el océano Atlántico mientras el sol se alzaba en el cielo.
La casa daba a Monomoy Strip, el estrecho banco de arena que se extendía entre el mar abierto y la bahía y que, según le habían contado, era escenario de numerosos naufragios. Unos años antes el mar había atravesado la franja de arena y Adam le había enseñado los lugares donde las casas cedieron ante el empuje de las aguas. Pero Recuerda estaba situada a suficiente distancia de la orilla como para no correr peligro alguno.
Menley observó cómo el mar arremetía contra el banco de arena y lanzaba al aire surtidores de neblina cargada de sal. Los rayos de sol danzaban sobre las olas y en el horizonte se divisaban las barcas de pesca. Abrió la ventana para oír los gritos de las gaviotas y el estridente piar de los gorriones.
Se apartó de la ventana con una sonrisa en los labios. A los tres días de estar allí se encontraba ya cómodamente instalada. Empezó a pasear de una habitación a otra pensando lo que haría si tuviera que decorarlas. El dormitorio principal era la única estancia que estaba amueblada con piezas auténticas; las demás contenían la clase de muebles que la gente suele poner en las casas que piensa alquilar: sofás baratos, mesas de fórmica, lámparas que parecen compradas de segunda mano. Pero el banco de madera, que ahora estaba pintado de un verde chillón, podía lijarse y restaurarse. Pasó la mano por encima y se imaginó la suave superficie del nogal.
Los Paley habían hecho grandes reformas en la estructura de la casa. Habían renovado el tejado, la fontanería, la instalación eléctrica y la calefacción. Pero quedaba mucho por hacer en cuanto a la decoración; el descolorido papel de estridente estampado moderno que cubría las paredes del comedor hería la vista, y los falsos techos añadidos a las salas y a la biblioteca destruían la noble estatura de las estancias. Sin embargo, ninguna de esas cosas importaba. Lo verdaderamente importante era la casa en sí. Acabar de arreglarla sería una satisfacción. Por ejemplo, había dos salones; si la casa fuera suya, convertiría uno en una sala de estar de diario. Con el tiempo Hannah y sus amigos agradecerían un lugar donde reunirse.
Pasó los dedos por el armario empotrado en la pared junto a la chimenea; «armario del cura» lo llamaban. Le habían contado que los primeros colonos tenían por costumbre ofrecer un vasito de licor al sacerdote cuando éste los visitaba. «El pobre seguramente lo necesitaba —pensó—. En aquella época pocas veces encendían la chimenea en las salas. El cura debía de estar muerto de frío».
Los primeros pobladores de Cape Town vivían en la cocina, donde el enorme hogar caldeaba el ambiente, donde el aire cargado del aroma de la comida invitaba a estar, donde los niños hacían los deberes sentados a la gran mesa, donde la familia entera pasaba las veladas de invierno. Sentía curiosidad por las generaciones de familias que habían sucedido a los desdichados propietarios originales.
Oyó pasos en la escalera y se dirigió al recibidor. Adam bajaba con Hannah en brazos.
—¿Quién ha dicho que no la oigo cuando llora? —Parecía muy orgulloso de sí mismo—. Está cambiada y tiene hambre.
Menley alargó los brazos para coger a la niña.
—Dámela. ¿No es perfecto tenerla para nosotros solos y que la niñera venga una parte del día? Si la futura hijastra de Elaine es tan buena niñera como dicen, pasaremos un verano fantástico.
—¿A qué hora va a venir?
—A eso de las diez, me parece.
A las diez en punto, un utilitario azul se detuvo frente a la entrada. Menley observó a Amy acercarse por el camino y reparó en su esbelta figura y en su largo cabello rubio ceniza recogido en una cola de caballo. Le pareció que aquella chica transmitía cierta agresividad, por la manera de meter las manos en los bolsillos de los pantalones cortos, por la beligerante postura de los hombros.
—No sé —murmuró Menley al tiempo que se dirigía a abrir la puerta.
Adam alzó la vista de los papeles que había extendido sobre la mesa y en los que estaba trabajando.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Sssh —le advirtió Menley.
Sin embargo, una vez dentro de casa la muchacha le causó una impresión distinta. Se presentó e inmediatamente se acercó a la niña, que estaba en el capazo que le habían preparado en la cocina.
—¡Hola, Hannah! —Amy movió la mano suavemente hasta que la pequeña le cogió el dedo—. ¡Muy bien! Sí que tienes fuerza. ¿Vamos a ser amigas?
Menley y Adam se miraron. El cariño parecía sincero. Después de hablar con Amy unos minutos Menley pensó que, en todo caso, Elaine se había quedado corta al hablar de la experiencia de la muchacha. Llevaba cuidando niños desde los trece años y últimamente había trabajado para una familia que tenía gemelos de un año. Quería ser maestra de preescolar.
Acordaron que iría varias tardes por semana para ayudar mientras Menley se documentaba para su libro y que si alguna vez querían salir a cenar se quedaría más tiempo.
Cuando la chica estaba a punto de marcharse, Menley dijo:
—Me alegro de que Elaine te recomendara, Amy. ¿Tienes alguna pregunta?
—Sí. Bueno… da igual.
—Pregunta, pregunta.
—No, no es nada, de verdad.
Cuando se hubo marchado, Adam dijo con tono pensativo:
—Esa chica tiene miedo de algo.