A las seis de la mañana del martes, Scott Covey terminaba de cargar las maletas en el BMW y revisaba la casa por última vez. Elaine iba a mandar a alguien para que la limpiara a fondo, de manera que eso no le preocupaba. Volvió a mirar los cajones de su dormitorio y los armarios por si se dejaba algo.
«Un momento —recordó—, se me han olvidado las ocho o diez botellas de vino que aún tengo en el sótano. Es absurdo que se las deje a la mujer de la limpieza».
Sin embargo, una cosa lo incomodaba: las fotos de Vivy. Quería olvidar todo lo que había pasado aquel verano, pero parecería una falta de sensibilidad dejarlas allí. Se las llevó también al coche.
Había sacado ya la basura. Dudaba si debía sacar la foto de Recuerda del marco y romperla. Se encogió de hombros; qué más daba. Recogerían la basura al cabo de una hora.
El día anterior, en el juzgado, le había pedido al abogado de Vivian, Leonard Wells, que se ocupara de sus bienes y validara el testamento. Ahora que el juez había decidido que las sospechas que recaían sobre él eran infundadas, la familia ya no podía continuar retrasando el cambio de titularidad. Wells le dijo que tendría que vender muchas acciones para pagar los impuestos de sucesión. El gobierno se quedaba con una parte importante del dinero de la gente.
«Supongo que heredes lo que heredes, siempre piensas lo mismo», se dijo Scott.
Salió del garaje y rodeó la casa con el automóvil. Se detuvo un instante y a continuación pisó el acelerador a fondo.
—Adiós Vivy —dijo en voz alta.