Mientras acompañaba a Tina a casa después de la vista, Fred Hendin tenía el siniestro presentimiento de que tal vez no iba a poder llevar la cabeza bien alta nunca más. No se le había escapado el hecho de que los espectadores lo comparaban con aquel gigoló de Scott Covey. Fred sabía que Covey era un hipócrita con mucha labia, pero eso no quitaba que Tina hubiera reconocido que lo había estado persiguiendo todo el invierno.
Cuando le tocó declarar, hizo todo lo que pudo para ayudarla, y la decisión del juez demostraba que no creía que la aventura entre Tina y Covey tuviera nada que ver con la muerte de Vivian Carpenter.
Fred conocía a Tina mejor de lo que ella se conocía a sí misma. Durante el descanso le había echado un par de miradas a Covey en el pasillo. La expresión de sus ojos no engañaba. Hasta un ciego se habría dado cuenta de que todavía estaba loca por él.
—Estás muy callado, Freddie —dijo Tina cogiéndolo del brazo.
—Eso parece.
—Me alegro de que por fin haya terminado todo esto.
—Yo también.
—Voy a ver si consigo unos días de vacaciones y me voy a ver a mi hermano. Estoy harta de que la gente hable de mí.
—No me extraña, pero Colorado está muy lejos si sólo quieres irte de aquí.
—No está tan lejos. Unas cinco horas desde el aeropuerto de Logan. —Apoyó la cabeza en su hombro—. Freddie, lo que me apetece ahora es irme a casa y echarme. ¿Te importa?
—No.
—Pero mañana por la noche cenaremos bien. Hasta te prepararé la cena.
Fred era consciente de las ganas que tenía de acariciar el reluciente cabello oscuro que caía sobre su camisa. «Me vuelves loco —pensó—. Eso no cambiará».
—No hace falta que cocines tú —dijo—, pero puedes prepararme una copa. Pasaré a las seis.