Después de la vista, Nat Coogan no fue a tomar una copa de vino para celebrarlo. Se sentó en la salita de su casa con una lata de cerveza fría a repasar mentalmente los sucesos del día.
—Así son las cosas —le dijo a Debbie—, los asesinos salen impunes. Podría pasarme dos días citando casos en que todo el mundo sabe que el marido, el vecino o el socio cometieron el crimen, pero no hay pruebas suficientes para acusarlos.
—¿Vas a seguir trabajando en el caso? —preguntó Debbie.
Nat se encogió de hombros.
—El problema es que no hay ninguna prueba concluyente.
—En tal caso, vamos a pensar qué hacemos para nuestro aniversario. ¿Damos una fiesta?
Nat puso cara de susto.
—Yo había pensado que te llevaría a cenar a un sitio elegante, los dos solos, y luego quizá podríamos ir a un hotel. —Le guiñó un ojo.
—¡Ya, a un hotelucho de poca monta! —Era una vieja broma.
Nat se terminó la cerveza.
—¡Caray, Deb! ¡Debe de haber una prueba concluyente y seguro que la tengo delante de las narices, pero no la veo!