Nathaniel Coogan llevaba dieciocho años en el cuerpo de policía de Chatham. Había nacido en Brooklyn y conoció a su esposa, que había vivido toda su vida en Hyannis, cuando estudiaba criminología en la Universidad John Jay de Manhattan. Deb no quería vivir en Nueva York, de modo que cuando terminó los estudios presentó de buena gana la solicitud para trabajar en el cuerpo de policía de Cape Cod. Ahora era detective, tenía cuarenta años y era padre de dos hijos adolescentes. Pertenecía a esa escasa especie de hombres felices, de trato fácil, contento con su familia y su trabajo; su única preocupación eran los kilos de más que la excelente cocina de su mujer había añadido a su ya de por sí corpulento físico.
No obstante, aquel mismo día había aparecido otra fuente de preocupación. En realidad, ya llevaba cierto tiempo acechándolo. Nat sabía que su superior, el jefe de policía Frank Shea, estaba convencido de que la muerte de Vivian Carpenter Covey se debía a un accidente.
—Ese mismo día otras dos personas estuvieron a punto de ahogarse por culpa de la tormenta —señaló Frank—. El barco era de ella. Conocía esas aguas mejor que su marido. Si a alguien se le tenía que ocurrir poner la radio era a ella.
Pero el tema seguía preocupando a Nat, que, como un perro que roe un hueso, no estaba dispuesto a abandonarlo hasta que sus sospechas se confirmaran o se demostrase que eran infundadas.
Esa mañana Nat llegó temprano al despacho y se puso a estudiar las fotografías de la autopsia que había mandado el forense de Boston. Aunque hacía tiempo que había aprendido a ser clínicamente objetivo respecto de las fotografías de las víctimas, ver aquel cuerpo esbelto, o lo que quedaba de él, hinchado de agua, mutilado por los mordiscos de los carroñeros marinos, lo impresionó profundamente. ¿Había muerto víctima de un asesinato o de un accidente? ¿De cuál de las dos cosas se trataba?
A las nueve entró en el despacho de Frank y le pidió que lo asignara al caso.
—Quiero seguir investigando. Es importante.
—¿Una de tus corazonadas? —preguntó Shea.
—Así es.
—Me parece que te equivocas, pero no perdemos nada con asegurarnos. Adelante.
A las diez, Nat estaba en el funeral. «La pobre chica se ha quedado sin panegírico», pensó, ¿Qué se escondía detrás de los rostros pétreos de los padres y las hermanas de Vivian Carpenter? ¿Un dolor que su alcurnia les obligaba a ocultar? ¿Ira ante una tragedia sin sentido? ¿Culpa? Los medios de comunicación habían difundido abundantemente la desdichada historia de Vivian Carpenter. No se parecía en nada a la de sus hermanas mayores, una de ellas cirujano, otra diplomática, ambas bien casadas, mientras que Vivian, expulsada del pensionado por fumar marihuana, había abandonado posteriormente los estudios universitarios. Aunque no le hacía falta el dinero, cuando se trasladó a Cape Cod se puso a trabajar pero pronto lo dejó, como haría otra media docena de veces.
El primer banco sólo estaba ocupado por Scott Covey, que lloró durante toda la ceremonia. «Al parecer se siente como me sentiría yo si le ocurriera algo a Deb», pensó Nat Coogan. Casi convencido de que se equivocaba, cuando finalizó el responso salió de la iglesia y se quedó merodeando en las inmediaciones para escuchar los comentarios de la gente. Y resultaron bien interesantes:
—Pobre Vivian. Qué pena me da, pero era agotadora, ¿verdad?
La señora de mediana edad a quien iba dirigida la observación suspiró:
—Exacto, nunca descansaba.
Nat recordó que Covey había dicho que había insistido en que su esposa continuara durmiendo la siesta mientras él iba a bucear.
Un periodista de la televisión grababa las declaraciones de los asistentes. Nat observó cómo una rubia joven y atractiva se acercaba por iniciativa propia al periodista. La reconoció. Era Elaine Atkins, la vendedora de fincas. Se acercó furtivamente a escuchar lo que decía.
Cuando terminó, Nat tomó unas notas. Elaine Atkins dijo que los Covey estaban buscando casa y pensaban tener hijos. Daba la impresión de que los conocía bastante bien. Decidió que iba a tener que hablar personalmente con la señorita Atkins.
Cuando regresó al despacho, sacó nuevamente las fotos de la autopsia en un intento por averiguar qué era lo que lo inquietaba de ellas.