Fred Hendin formaba parte de una cuadrilla de carpinteros que trabajaba para un contratista de obras de Dennis especializado en restauraciones. A Fred le gustaba su trabajo, especialmente la sensación de la madera en sus manos. La madera tenía personalidad propia, así como una dignidad inherente, y Fred se veía a sí mismo de un modo muy similar.
Ahora que las propiedades de primera línea de mar valían una fortuna, salía a cuenta reformar las casitas económicas levantadas en parcelas bien situadas. La casa en que trabajaban en aquel momento era una de ellas. Tenía unos cuarenta años y prácticamente la estaban volviendo a construir. Una parte de las obras consistía en tirar toda la cocina y cambiar los armarios de contrachapado que usaban los constructores en los edificios económicos por otros hechos a medida en madera de cerezo.
Fred le había echado el ojo a una casa que estaba enfrente de donde trabajaban y era especialmente apropiada para un manitas, con derechos sobre la playa y una vista fantástica. Había observado que los corredores de fincas llevaban posibles clientes a verla, pero ninguno se quedaba mucho tiempo. Todo lo que parecían ver era que estaba en pésimo estado. Fred sabía que si la compraba y le dedicaba seis meses de trabajo tendría una de las casas más bonitas a que podía aspirar cualquiera, y, además, haría una buena inversión.
Sólo faltaban dos semanas para que finalizase agosto y entonces bajaría de precio. En Cape Cod, la actividad inmobiliaria era prácticamente nula durante el invierno.
Fred se sentó con los demás hombres de la cuadrilla a comer. Se llevaban bien en el trabajo y a la hora de comer se reían a gusto.
Empezaron a hablar de la investigación de la muerte de Vivian Carpenter Covey. Matt, el electricista, había trabajado para ella en mayo, poco después de que se casara.
—No era una mujer fácil —informó—. El día que estuve en su casa, su marido se fue a comprar y tardó un rato en venir. Cuando volvió, Vivian salió corriendo a buscarlo y le gritó que no iba a permitir que se burlara de ella. Le dijo que ya podía ir haciendo la maleta. Luego se puso a llorar y se le echó encima cuando él le recordó que le había dicho que pasara por la tintorería y por eso había tardado tanto. Creedme, vivir con esa mujer no debía de ser nada fácil.
Sam, que se había incorporado hacía poco al grupo, preguntó:
—¿No corren rumores de que Covey tiene una amiguita, una camarera de por aquí que está buenísima?
—De eso nada —gruñó Matt mirando a Fred de reojo.
Fred metió la servilleta en la taza de café vacía.
—Exacto, de eso nada —espetó perdiendo al instante el buen humor. Se puso de pie y abandonó la mesa.
Cuando regresó a su tarea, tardó cierto tiempo en centrarse. Tenía muchas cosas en la cabeza. La noche anterior, después de que el detective se marchase, Tina admitió que había estado viendo a Covey todo el invierno anterior y que había ido varias veces a Florida.
«¿Debo darle importancia?», se preguntaba Fred mientras colgaba los armarios. Como había señalado Tina, por aquel entonces Fred y ella no salían formalmente. Pero ¿por qué había tenido que mentir? Luego se preguntó si también mentiría respecto a las veces que había visto a Covey una vez casado. ¿Y durante el mes que había transcurrido desde la muerte de su mujer?
Al final de la jornada, cuando llegó a casa a esperar a Adam Nichols, todavía se preguntaba si de verdad podía volver a confiar en Tina.
No le iba a decir nada al abogado de Covey. Por el momento apoyaría a Tina y le daría el anillo de compromiso para que lo luciera en la vista. De acuerdo con lo que decía el detective, daba la impresión de que a la policía no le importaría involucrar a Tina en el asesinato. Y parecía que ella no se daba cuenta de lo grave que era todo aquello.
No, por el momento la apoyaría, pero si aquella sensación de sospecha continuaba creciendo, sabía que por muy loco que estuviera por ella, no podría casarse. Él tenía dignidad.
En sus cavilaciones, recordó todos los regalos que le había hecho aquel verano, como el reloj de oro, el collar de perlas y el broche de su madre. Tina los guardaba en un libro hueco que en realidad era un joyero y que tenía colocado en un estante de la sala de estar.
Cuando terminara la investigación, si decidía cortar con Tina, iría a buscar el anillo de compromiso y todo lo demás.