Al echar un vistazo al reloj del coche, Elaine se dio cuenta de que eran las doce menos cuarto. Adam y Menley debían de estar a punto de llegar y quería revisar la casa para comprobar que todo estaba en orden. Uno de los servicios que ofrecía a los clientes era la garantía de que la propiedad alquilada se limpiaría antes y después de cada ocupación. Apretó el acelerador con más fuerza. Iba algo retrasada porque había asistido al funeral de Vivian Carpenter Covey.
Impulsivamente, se detuvo frente a un supermercado. «Voy a comprar un poco de ese salmón ahumado que tanto le gusta a Adam», pensó. Iría bien con la botella de champán frío que siempre dejaba para los clientes importantes. Podía escribir rápidamente una nota de bienvenida y marcharse antes de que llegaran.
El cielo nublado de la mañana había dado paso a un día espléndido, soleado, con una temperatura de unos veinticinco grados y un cielo límpido. Elaine levantó el brazo y abrió el techo corredizo pensando en lo que le había dicho al periodista de la televisión. Mientras el cortejo fúnebre se disponía a abandonar la iglesia, se dio cuenta de que el reportero se dirigía a personas elegidas al azar para pedirles algún comentario. Deliberadamente, se acercó a él.
—¿Puedo decir algo? —Preguntó, y mirando directamente a la cámara, declaró—: Me llamo Elaine Atkins. Hace tres años le vendí a Vivian Carpenter su casa de Chatham, y el día anterior a su muerte les enseñé otras casas más grandes a su marido y a ella. Estaban muy contentos y pensaban tener familia. Lo que ha ocurrido no es un misterio sino una tragedia. Creo que los que están difundiendo rumores desagradables sobre la señora Covey deberían averiguar cuántas de las personas que ese día estaban en alta mar no oyeron el aviso de la Guardia Costera y estuvieron a punto de hundirse cuando estalló la tormenta.
Al recordarlo, sonrió satisfecha. Estaba segura de que Scott Covey la observaba desde dentro de la limusina.
Dejó atrás el faro para dirigirse a la zona de Quitnesset, en Morris Island. Tras pasar por el parque natural de Monomoy, enfiló el Awarks Trail y luego se metió por un camino particular que conducía a Recuerda. Al doblar una curva la casa apareció ante sus ojos; intentó imaginarse la reacción de Menley cuando la había visto por primera vez.
Más grande y elegante que gran parte de las construcciones de principios del siglo XVIII, se alzaba como muestra del amor que el capitán Andrew Freeman había sentido por su joven esposa. Su silueta de líneas bellas y sobrias se recortaba, majestuosa, en lo alto del promontorio, contra el cielo y el mar. Los dondiegos y los acebos rivalizaban con las rosas para salpicar la propiedad de color. Los algarrobos y los robles, inclinados por la edad, ofrecían oasis de sombra bajo el intenso sol.
Del costado de la casa nacía un camino asfaltado que conducía hasta la zona de estacionamiento que había detrás de la cocina. Elaine frunció el entrecejo al ver la furgoneta de Carrie Bell. Carrie limpiaba muy bien, pero siempre llegaba tarde. A aquella hora ya tendría que haberse marchado.
Elaine encontró a Carrie en la cocina, con el bolso debajo del brazo. Su fino rostro de facciones marcadas estaba pálido. Al hablar, lo hizo apresuradamente y en voz baja, en lugar de hacerlo en el tono ligeramente más alto de lo normal que era habitual en ella.
—Ah, señorita Atkins. Ya sé que voy un poco retrasada, pero es que he tenido que dejar a Tommy en casa de mi madre. Ya he limpiado todo, y me alegro de poder largarme de aquí.
—¿Qué pasa? —preguntó Elaine.
—Me he llevado un susto de muerte —dijo Carrie con voz todavía temblorosa—. Estaba en el comedor y estoy segura de que he oído pasos en el piso de arriba. Pensaba que a lo mejor era usted, así que la he llamado. Como nadie contestaba, subí a echar un vistazo. Señorita Atkins, ¿se acuerda de esa cunita balancín antigua que hay en la habitación de la cama individual y la cuna?
—Claro que me acuerdo.
Carne palideció todavía más y aferró el brazo de Elaine.
—Las ventanas estaban cerradas. No soplaba la más leve brisa, pero la colcha de la cama estaba un poco arrugada, como si hubiera alguien sentado encima. Y el balancín se movía. ¡Había alguien invisible sentado en la cama y meciendo la cuna!
—Venga, Carrie —dijo Elaine—, lo que pasa es que ha oído esos cuentos que se inventó la gente sobre esta casa cuando estaba abandonada. El suelo es tan viejo que está flojo. Si la cuna se movía habrá sido porque usted pisó un tablón flojo. —Entonces oyó el ruido de un automóvil que se aproximaba. Adam y su familia ya estaban allí—. Todo eso es ridículo —dijo con convicción—. Que no se le ocurra decirles nada a los Nichols —le advirtió al tiempo que se volvía para observar cómo Adam y Menley salían del coche. Sin embargo, sabía que la advertencia era inútil. Carrie Bell le contaría la historia a todo el que se encontrara.