«Todos los patitos en fila», pensó Nat Coogan repasando la lista de testigos que habían citado a declarar. Estaba en Barnstable, en la oficina del fiscal del distrito.
Robert Shore, el fiscal, se hallaba sentado detrás de su mesa de trabajo, repasando sus notas. Había fijado una reunión para las doce del mediodía con el fin de coordinar los últimos preparativos de la vista.
—Bueno, supongo que se quejarán de que no le hemos dado mucho tiempo a la gente que hemos citado, pero así son las cosas. Este caso ha levantado mucho revuelo y no podemos dejar que se alargue. ¿Algún problema?
La reunión duró una hora y media. Al final, los dos hombres estuvieron de acuerdo de que tenían suficientes indicios racionales de criminalidad para presentar al juez. Sin embargo, Nat creía que debía hacer una advertencia:
—Oiga, he visto a ese tipo en acción. Sabe derramar una lagrimita cuando le conviene. Es posible que no haya tenido éxito en el escenario, pero, créame, a lo mejor se gana un premio de interpretación en los juzgados.