Scott Covey pasó la mayor parte del viernes en el barco. Se llevó la comida y las cañas de pescar y disfrutó del día más apacible que había vivido en varias semanas. El dorado calor de agosto había regresado en todo su esplendor para sustituir al fresco del día anterior. La brisa del mar volvía a ser suave y sus trampas para langostas estaban llenas.
Después de comer, se tumbó en la cubierta, entrelazó las manos detrás de la nuca y ensayó la declaración que haría en la vista. Trató de recordar todas las circunstancias negativas que le había planteado Adam Nichols y el modo de refutarlas.
Su mayor problema sería las relaciones que había tenido con Tina el invierno anterior. Sin parecer un sinvergüenza y un canalla, ¿cómo podía hacer entender al juez que era ella la que lo perseguía?
Entonces recordó algo que le había dicho Vivian. A finales de junio, después de ayudarla a superar uno de sus ataques de inseguridad, suspiró: «Scott, eres de esos hombres guapos de los que las mujeres no pueden evitar enamorarse. Yo intento entenderlo y sé que la gente se da cuenta instintivamente. No es culpa tuya, tú no puedes evitarlo».
—Vivy —dijo él en voz alta—. Voy a tener que darte las gracias por hacerme salir de ésta.
Elevó los ojos al cielo, se llevó los dedos a los labios y le mandó un beso.