Se detuvieron en Buzzards Bay el tiempo suficiente para comprar café, pastas y un ejemplar del Boston Glove. Mientras cruzaban el puente de Sagamore en el atestado coche familiar, Menley suspiró:
—¿Crees que habrá café en el cielo?
—Más vale. Si no, tú no estarás despierta el tiempo suficiente para disfrutar de tu recompensa eterna. —Adam la miró de reojo y sonrió.
Habían salido temprano. A las siete ya estaban en camino. Ahora, a las once y media, cruzaban el canal de Cape Cod. Después de pasarse el primer cuarto de hora llorando, Hannah, inusualmente dispuesta a colaborar, durmió durante el resto del viaje.
El sol de media mañana confería un brillo plateado a la estructura metálica del puente. Un carguero avanzaba con lentitud por el agua suavemente ondulada del canal que discurría debajo. Luego enfilaron la carretera nacional 6.
—Cada verano, cuando llegábamos aquí, mi padre gritaba: «Ya estamos otra vez en Cape Cod». —Dijo Adam—. Era su verdadero hogar.
—¿Crees que tu madre está arrepentida de haber vendido la casa?
—No, Cape Cod ya no era lo mismo para ella después de la muerte de papá. Está más contenta en Carolina del Norte, cerca de sus hermanas. Pero yo soy como mi padre. Aquí está mi sangre; nuestra familia pasa los veranos aquí desde hace tres siglos.
Menley se volvió ligeramente para poder observar a su marido. Se alegraba de encontrarse por fin allí, con él. Pensaban ir el verano en que nació Bobby, pero el médico no lo creyó conveniente pues el embarazo estaba muy avanzado. Al año siguiente se estaban instalando en la casa de Rye que acababan de comprar, de modo que no era lógico irse a Cape Cod.
El verano siguiente perdieron a Bobby. «Y después —pensó Menley— estaba absolutamente aturdida, tenía la sensación de ser ajena a todos los demás seres humanos y era incapaz de comportarme con Adam de una manera normal».
El año anterior Adam se fue solo a Cape Cod. Menley quiso separarse provisionalmente y él, resignado, accedió:
—Lo que está claro es que no podemos seguir así —admitió—, fingiendo una vida de casados.
Llevaba tres semanas fuera cuando Menley se dio cuenta de que estaba embarazada. En todo aquel tiempo no la había llamado. Pasó varios días angustiada, muerta de ganas de decírselo, preguntándose cómo reaccionaría, hasta que finalmente se decidió a llamarlo. El tono impersonal con que la saludó hizo que se le encogiera el corazón, pero cuando le dijo:
—Adam, a lo mejor esto no es precisamente lo que te apetece oír pero estoy embarazada y estoy muy contenta. —El grito de alegría que dio la emocionó.
—Salgo para allá —declaró él de inmediato.
Ahora tenía la mano de Adam entre las suyas.
—No sé si estaremos pensando lo mismo —dijo él—. Me encontraba aquí cuando me enteré de que la princesa estaba en camino.
Guardaron silencio durante unos instantes, al cabo de los cuales Menley logró contener las lágrimas que afloraban a sus ojos y se echó a reír.
—¿Y te acuerdas de que cuando nació Phyllis no hacía más que insistir en que no le pusiéramos Menley Hannah? —Imitó el tono estridente de su cuñada—. «Esa tradición de llamar a las hijas mayores Menley me parece muy bonita, pero por favor no le pongáis Hannah, es demasiado anticuado. ¿Por qué no le ponéis Menley Kimberly? Así podríais llamarla Kim. ¿Verdad que es un nombre muy simpático?». —Recuperando el tono normal, Menley añadió—. ¡Qué pesada!
—No te enfades conmigo —dijo Adam, riendo—. Espero que tu madre tenga fuerzas para aguantarla. —La madre de Menley estaba de viaje por Irlanda con su hijo y su nuera.
—Phyl ha decidido investigar ambos lados del árbol genealógico. Pero está claro que si encuentra ladrones de caballos entre sus antepasados jamás nos enteraremos.
Oyeron un movimiento en el asiento de atrás y Menley echó un vistazo por encima del hombro.
—Bueno, parece que su alteza despertará pronto, y lo primero que pedirá será comida. —Se inclinó y le puso el chupete en la boca—. Reza para que no se mueva hasta que lleguemos a casa.
Metió un vaso vacío de café en una bolsa y alargó el brazo para coger el periódico.
—Mira, Adam, hay una foto de esa pareja de la que me hablaste; ésa de la mujer que se ahogó mientras hacían submarinismo. El funeral es hoy. Pobre hombre. Qué trágico accidente.
Trágico accidente. ¿Cuántas veces había oído aquellas palabras portadoras de espantosos recuerdos? Una vez más, se apoderaron de ella. Iba conduciendo por aquella carretera comarcal que no conocía y Bobby iba sentado detrás. Hacía un día espléndido y se sentía eufórica. Iba cantándole a Bobby a voz en cuello. Bobby empezó a cantar también. Llegó a un paso a nivel sin guarda. Le pareció sentir vibraciones. Miró por la ventanilla y vio el rostro aterrorizado del conductor. El rugido y el chirrido del metal mientras el tren, frenando, avanzaba hacia ellos. Bobby gritaba: «¡Mamá, mamá!». Pisó el acelerador a fondo. El tren hizo impacto en la puerta de atrás, junto a Bobby, y se llevó el coche por delante. Bobby lloraba: «Mamá, mamá». Cerró los ojos. Supo que estaba muerto. Lo meció en sus brazos sin dejar de gritar: «¡Bobby, quiero a Bobby! ¡Bobbbyyyyyy!».
Nuevamente Menley sintió su cuerpo bañado en sudor y empezó a temblar. Se oprimió las piernas con las manos en un intento por controlar los espasmos de sus extremidades.
Adam la miró de reojo.
—¡Dios mío!
Se estaban acercando a un área de descanso. Adam salió de la carretera, detuvo el automóvil y se volvió para abrazar a su esposa.
—Tranquila, cariño. Tranquila.
En el asiento de atrás, Hannah empezó a llorar.
Era Bobby el que lloraba: «¡Mamá, mamá!».
—¡Que pare! —Gritó Menley—. ¡Haz que se calle!