A las diez de la mañana del jueves, cuando el trabajo ya no era tan intenso, Tina Aroldi aprovechó su cuarto de hora de descanso para entrar en el despacho de Wayside Inn. La secretaria estaba sola.
—Jean, ¿qué hacía ese detective mirando debajo de mi coche ayer? —preguntó, furiosa.
—No sé de qué hablas —dijo la secretaria.
—Ya lo creo que sí. No te molestes en mentir. Un par de personas le vieron por la ventana.
—No tengo por qué mentir —balbuceó Jean—. El detective quiso saber cuál era tu coche y luego volvió a entrar y preguntó si alguna vez te encargabas de tomar nota de las reservas por teléfono.
—Ya.
Preocupada, Tina regresó a su lugar del comedor. Poco después de la una vio con desagrado que el abogado de Scott entraba con Elaine Atkins, quien a menudo acudía con sus clientes al restaurante.
Advirtió que Nichols la señalaba con un gesto de la mano. Estupendo, quería que les sirviera ella. La maítre los acompañó a una de las mesas que tenía asignadas y, de mala gana, bloc en mano, Tina se acercó a saludarlos.
Le sorprendió la cálida sonrisa que le dedicó Nichols. «Desde luego, es atractivo —pensó Tina—. No de los que tumban de espaldas, pero tiene algo. Te da la sensación de que es un tío interesante. Y se nota a la legua que es muy inteligente. Hoy está sonriente, pero la mañana que vino con Scott, de sonrisas nada».
Seguramente sería uno de ésos que trataba de parecer simpático sólo cuando te necesitaba. Respondió con frialdad a su saludo y preguntó:
—¿Les traigo algo de beber?
Los dos pidieron vino blanco. Cuando Tina se alejó, Elaine dijo:
—¿Qué le pasará?
—Sospecho que está nerviosa por tener que testificar en la vista —respondió Adam—. Bueno, será mejor que se acostumbre. Está claro que el fiscal la va a citar y quiero cerciorarme de que da buena impresión.
Pidieron hamburguesas y compartieron una ración de aros de cebolla.
—Menos mal que no como a menudo contigo —dijo Elaine—. Engordaría diez kilos. Normalmente no tomo más que una ensalada.
—Esto es como en los viejos tiempos —le dijo Adam—. ¿Te acuerdas cómo después de trabajar toda la pandilla nos cargábamos de porquerías para comer, nos metíamos en aquella ruina de lancha que tenía yo y nos íbamos a lo que llamábamos la travesía de la puesta de sol?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—La otra noche, en tu casa con los viejos amigos, tuve la sensación de que tenía quince o veinte años menos —dijo Adam—. Se lo debo a Cape Cod. Y a ti también. A veces es agradable sentirse como un niño.
—Con las preocupaciones que has tenido… Por cierto, ¿cómo está Menley?
Adam vaciló.
—Tirando.
—No pareces muy sincero. Oye, que estás hablando con una amiga, ¿recuerdas?
—Siempre he sido sincero contigo. La psiquiatra piensa que convendría que Menley regresara a Nueva York para internarla.
—¿No querrás decir en un hospital psiquiátrico?
—Eso me temo.
—Adam, no te precipites. En la fiesta y en la cena de la otra noche parecía que estaba muy bien. Además, John me ha dicho que a partir de mañana Amy va a pasar todo el día en tu casa.
—Por eso puedo estar yo aquí. Menley me ha dicho esta mañana que quiere trabajar en el libro y que, como yo voy a estar ocupado preparando la vista, quiere tener a Amy todo el día una temporada.
—Entonces, ¿no crees que deberías dejarlo así? Tú estás en casa por las noches.
—Supongo que sí. Esta mañana Menley estaba normal. Relajada, de buen humor, entusiasmada con su libro. No parece que haya sufrido esos ataques, esas… alucinaciones. Ayer le dijo a la psiquiatra que le había parecido oír que Bobby la llamaba. Y dejó a Hannah gritando mientras registraba la casa buscando al niño.
—Ay, Adam.
—Por su propio bien y por la seguridad de Hannah, debería estar internada. Pero mientras Amy pueda estar con ella y yo tenga que preparar la vista, esperaré. Luego la llevaré a Nueva York.
—¿Y tú te quedarás aquí?
—No lo sé. Creo que la doctora Kaufman no quiere que vaya a ver a Menley por lo menos en una semana. En Nueva York hace un calor espantoso y nuestra niñera está de vacaciones. Si Amy ayuda ocupándose de Hannah durante el día, yo puedo cuidarla por las noches, así que es posible que vuelva por lo menos esa semana. —Terminó lo que le quedaba de la hamburguesa—. ¿Sabes? Si queríamos que esto fuera como en los viejos tiempos, no tendríamos que haber pedido vino sino cerveza, y bebería directamente de la lata. Da igual, me parece que ahora pasaré al café. —Y cambiando de tema, agregó—: Como la vista es pública, puedo presentar una lista de personas que quiero que testifiquen. Aunque eso no quiere decir que el fiscal no vaya a elegir las preguntas para hacer quedar mal a Scott. ¿Por qué no repasamos las cosas que es posible que te pregunten? —Terminaron el café y tomaron una segunda taza antes de que Adam inclinara la cabeza en un gesto de satisfacción—. Eres una buena testigo, Elaine. Cuando estés en la tribuna, haz hincapié en lo sola que parecía encontrarse Vivian cuando compró la casa y en lo feliz que se la veía en la fiesta de su boda. Y cuenta que Covey y ella estaban buscando casa porque pensaban tener hijos. No importa que se sepa que Vivian era un claro exponente de la tacañería de Nueva Inglaterra. Eso explicaría por qué no se compró enseguida un equipo de submarinismo nuevo. —Mientras pagaba la cuenta, levantó la vista y dijo, dirigiéndose a Tina—: Termina a las dos y media, ¿verdad? Después quisiera hablar con usted un cuarto de hora.
—Estoy ocupada.
—Tina, la van a llamar a declarar en el juzgado la semana que viene. Le sugiero que comentemos lo que va a decir. Le aseguro que si el juez dicta una sentencia desfavorable será porque piensa que usted era el motivo del asesinato de Vivian, e incluso es posible que piense que participó en él. Ser cómplice de asesinato es un delito bastante grave.
Tina palideció.
—Bueno, quedamos en la heladería que hay al lado de la librería Yellow Umbrella.
Adam mostró su acuerdo inclinando la cabeza.
Acompañó a Elaine la manzana que los separaba de la agencia.
—Oye —dijo—, ¿dónde está la foto de mi casa?
—¿Tu casa?
—A lo mejor. No olvides que tengo una opción de compra que quizá decida aprovechar.
—Lo siento, se la he mandado a Scott. Tengo que distribuir mis apuestas. Si no la compras tú, tal vez lo haga Scott. Y a Jan Paley le iría bien venderla. Tom y ella invirtieron mucho dinero en las reformas. Te haré una copia. Y hasta te pondré un marco bien bonito.
—Te tomo la palabra.
Tina estaba claramente a la defensiva cuando habló con Adam.
—Oiga, señor Nichols, tengo un novio que está muy bien y no le va a gustar que testifique en eso que dice.
—Fred no tiene nada que decir en este tema. Pero podría ayudarla.
—¿Qué quiere decir?
—Podría corroborar que el verano pasado salieron un tiempo y luego rompieron por culpa de Scott, que después volvieron y ahora piensan casarse.
—No volvimos a salir inmediatamente. El invierno pasado salí con otros.
—Da lo mismo. La cuestión es que me gustaría hablar con Fred y ver si podría ser buen testigo.
—No sé…
—Tina, por favor, a ver si lo entiende. Cuanto antes quede limpio el nombre de Scott, mejor para usted.
Estaban sentados en una de las mesas de la terraza de la heladería. Tina jugueteaba con la pajita de su refresco.
—Ese detective me está poniendo muy nerviosa —soltó—. Ayer se puso a mirar debajo de mi coche.
—Esas cosas son precisamente las que me interesa saber —repuso inmediatamente Adam—. ¿Qué es lo que buscaba?
Tina se encogió de hombros.
—No lo sé. Me lo voy a cambiar pronto. Pierde más aceite que un coladero.
Cuando se separaron, Adam anotó el número de teléfono de Fred pero prometió que no llamaría hasta la noche, para que Tina tuviese tiempo de explicarle lo que ocurría. Se metió en el coche y se quedó unos minutos pensando. A continuación cogió el teléfono y marcó el número de Scott. Cuando contestó, Adam dijo con brusquedad:
—Voy para allá.