En cuanto vio a Adam en el aeropuerto, Menley tuvo la impresión de que estaba preocupado por algo. Y comprendió el motivo cuando, mientras se preparaban para acostarse, le entregó el paquete con los medicamentos de la doctora Kaufman.
—¿Quién ha llamado a quién? —preguntó ella sin alterarse.
—La he llamado yo y me ha dicho que estaba pensando en llamarme.
—Me parece que prefiero que hablemos de ello mañana por la mañana.
—Si eso es lo que quieres.
Así era cómo se acostaban prácticamente todos los días del año que siguió a la muerte de Bobby y hasta que quedó embarazada de Hannah, pensó Menley. Un beso impersonal, distancia entre sus cuerpos y unas emociones dispares que los separaban con la misma eficacia que una tabla de festejar.
Menley se volvió de lado y apoyó el rostro en una mano. Una tabla de festejar. Era extraño que se le hubiera ocurrido semejante comparación. Acababa de encontrar la definición de tal dispositivo de la época colonial. En invierno, cuando un hombre y una mujer estaban pelando la pava, normalmente hacía tanto frío en la casa que se permitía que la pareja se acostara en la misma cama, totalmente vestidos, envueltos en mantas y separados por una larga tabla de madera.
¿Qué le habría dicho a Adam la doctora Kaufman? ¿Pensaría acaso que era su obligación informarle de que había oído un tren y a Bobby llamándola?
Entonces se quedó paralizada. ¿Le había contado que el llanto de Hannah había resultado angustiante y que no se atrevía a cogerla en brazos? ¿Le contó Adam a la doctora lo del balcón de la viuda? Ella no le había dicho nada.
«Quizá la doctora Kaufman y Adam tengan miedo de que le haga daño a Hannah. ¿Qué habrán decidido? ¿Insistirán en que esté presente una niñera o una enfermera siempre que él se encuentre fuera?».
No, pensó, había otra posibilidad aún más terrible. Con el corazón encogido, Menley estaba segura de que había dado en el clavo. «Adam me llevará a Nueva York y la doctora Kaufman me ingresará en un hospital psiquiátrico. No puedo permitir que eso ocurra. No puedo estar lejos de Hannah. Me destrozaría. Además, estoy mejorando. Esta semana he conseguido cruzar el paso a nivel. Hasta la otra noche, cuando me pareció oír a Bobby llamarme, lo superé sola. Volví con Hannah, no le hice daño y fui capaz de tranquilizarla. Quiero quedarme aquí».
Procurando no molestar a Adam, Menley se subió la manta hasta la barbilla. En tiempos más felices, si se despertaba con frío simplemente se deslizaba entre los brazos de su marido en busca de calor. Ahora no. En el estado en que se encontraba le resultaba imposible.
«Sencillamente no puedo permitir que Adam vuelva a ver ni una señal de ansiedad —se dijo—. Mañana por la mañana tengo que tomarle la delantera y decirle que me gustaría que Amy estuviera todo el día en casa para ayudarme con Hannah. Dentro de un par de días le diré que me encuentro mucho mejor y que seguramente la doctora tenía razón y no debía haber reducido la medicación tan pronto.
»No me gusta ser deshonesta con él, pero él no está siendo franco conmigo. Seguro que había tramado con Elaine la llamada de la otra tarde.
»En esta casa será mucho más fácil tener a la niñera todo el día. No me dará la sensación de que está estorbando como en el piso. Y a Hannah le sienta muy bien estar aquí.
»El libro nuevo es un proyecto fascinante. Trabajar siempre me mantiene equilibrada. Presiento que este libro en el que Andrew es un chico que crece para convertirse en el capitán de su propio barco podría ser el mejor que he escrito.
»Yo no creo en fantasmas, pero lo que me contó Jan Paley de las personas que dicen que sienten una presencia en su casa me intriga, y también intrigará a los lectores. Sería un buen artículo histórico para Travel Times.
»Y quiero contar la historia de Mehitabel. Phoebe insiste en que es inocente y en que las pruebas están en la carpeta "Saqueadores nocturnos". Esa pobre chica fue condenada por adúltera, azotada públicamente, despreciada por su marido y privada de su hija. Ya resulta bastante duro si era culpable, pero si era inocente es inconcebible. Quiero encontrar la prueba de su inocencia, si es que existe.
»Siento que algo me une a ella porque mi marido puede estar conspirando con mi psiquiatra para separarme de mi hija y porque soy inocente de lo que piensan de mí, que no soy capaz de cuidarla.
»Lo mismo le debe de pasar a Scott Covey —se dijo—. La gente observa, murmura, busca una manera de encerrarte».
Sus labios esbozaron una sonrisa al acordarse de cuando Scott levantó una ceja e hizo un amago de guiño mientras escuchaban el verboso relato de una de las interminables historias de John durante la cena de la noche anterior.
Finalmente Menley notó que empezaba a relajarse y se quedaba dormida. De repente, despertó sobresaltada, sin saber cuánto tiempo había dormido. Iría a ver cómo estaba Hannah. Mientras se deslizaba fuera de la cama, Adam dio un salto y preguntó bruscamente:
—Menley, ¿a dónde vas?
Ella se mordió la lengua para no replicar indignada y trató de hablar con toda calma.
—Tenía frío y quería ver cómo está Hannah. ¿Estabas despierto, cariño? ¿Has mirado ya si está tapada?
—No, estaba dormido.
—Ahora mismo vuelvo.
El cuarto olía a moho. Hannah se había vuelto boca abajo y estaba dormida con el trasero levantado y las piernas dobladas debajo. Las mantas estaban en el suelo. Los muñecos de peluche que solían estar en la cómoda se hallaban alineados alrededor de la niña en la cuna. La muñeca antigua estaba sentada dentro del balancín.
Con gestos frenéticos, Menley volvió a poner los muñecos en la cómoda, cogió las mantas y las sacudió.
—No he sido yo, Hannah —susurró mientras tapaba a su hija—. No he sido yo.
—¿A qué te refieres, Menley? —preguntó Adam desde la puerta.