Amy pasó el día en la playa de Nauset con sus amigos. Por un lado se divirtió en su compañía, pero, por otro, estaba ahorrando el dinero que ganaba cuidando niños para comprarse un coche antes de ir a la universidad y todavía no había reunido el dinero que le hacía falta. Su padre le había prometido la mitad, pero ella tenía que conseguir la otra mitad.
—Ya sé que podría dártelo todo —le decía su padre a menudo—, pero acuérdate de lo que decía tu madre: «Sólo sabes lo que valen las cosas si te las tienes que ganar trabajando».
Amy se acordaba. Se acordaba de todo lo que decía su madre. «Mamá no se parecía en nada a Elaine», pensó. Era lo que la mayoría de la gente llamaría una mujer corriente: no se maquillaba, no se vestía a la última moda ni se daba aires. Pero era auténtica. Amy se acordaba de que cuando su padre contaba aquellas historias tan largas ella le decía con cariño: «John, querido, ve al grano». No se reía como hacía Elaine, con una risita descontrolada, como si fuera Robin Williams o alguien por el estilo.
El día anterior Amy había comprendido por qué la señora Nichols estaba enfadada con ella. Se dio cuenta de que no debería haberle contado a su padre que había visto a la señora Nichols en el balcón de la viuda y que ella lo había negado. Naturalmente, su padre se lo contó a Elaine y ésta al señor Nichols; ella misma estaba delante cuando lo llamó.
Pero una cosa le daba vueltas en la cabeza: cuando estaba con la señora Nichols en casa, ésta llevaba pantalones cortos y una camiseta blanca de algodón; sin embargo, cuando le pareció verla en el balcón de la viuda llevaba un vestido largo.
Amy se sorprendió y de pronto se preguntó si la señora Nichols no estaría un poco loca. Había oído a Elaine decirle a su padre que seguramente estaba pasando una crisis nerviosa.
Pero ¿y si la señora Nichols tenía razón y no había sido más que una ilusión óptica causada por el metal de la chimenea? Pensándolo mejor, Amy se dio cuenta de que entre el momento en que le pareció ver la figura y el momento en que la señora Nichols salió por la puerta de la casa vestida con los pantalones cortos y la camiseta sólo habían transcurrido unos pocos minutos.
«Todo esto es un tanto macabro —pensó Amy—. O a lo mejor es que he oído demasiados cuentos sobre esa casa y, como Carrie Bell, me imagino que veo cosas».
Quería intentar explicárselo a la señora Nichols. Miró qué hora era. Las cuatro. Sí, la llamaría por teléfono.
La señora Nichols contestó al primer timbrazo. Parecía que le faltaba el aliento.
—Amy, lo siento, ahora no puedo hablar. Me voy al aeropuerto y Hannah ya está en el coche.
—Es que siento muchísimo que haya pensado que voy contando cuentos de usted —balbuceó Amy—. Fue sin querer. Lo que quiero decir es que… —Intentó explicarle lo del vestido y que estaba segura de que se había confundido—. Salió por la puerta un momento después.
Esperó. Hubo una pausa antes de que la señora Nichols dijera:
—Amy, me alegro de que hayas llamado. Gracias.
—Es que lamento mucho no trabajar para usted. Lo siento.
—No te preocupes, Amy. ¿Estás libre mañana? Tengo que estudiar los datos de la señora Sprague y necesito que vigiles a Hannah.