Susan Potter, la cliente de Adam, lloraba en silencio sentada frente a él en su despacho del bufete de abogados Nichols, Stand y Miller, de Park Avenue. Veintiocho años, ligeramente entrada en carnes, de cabello pelirrojo oscuro y ojos azul verdoso, habría resultado muy atractiva si sus rasgos no hubieran estado desfigurados por el miedo y la tensión.
Condenada por el homicidio sin premeditación de su marido, había conseguido la repetición del juicio gracias a la apelación que había presentado Adam. Empezaría en setiembre.
—No me siento con fuerzas para pasar otra vez por todo eso —dijo—. Estoy muy contenta de haber salido de la cárcel, pero sólo de pensar que quizá tenga que volver…
—No volverá —le dijo Adam—. Pero, Susan, esto que le quede claro: no debe tener ningún contacto con la familia de Kurt. Si llaman sus padres, cuélgueles el teléfono. Lo que pretenden es que diga algo provocador, algo que puedan interpretar como una amenaza, aunque sea vagamente.
—Ya lo sé. —Se levantó para marcharse—. Está de vacaciones y es la segunda vez que viene a Nueva York por mi caso. Espero que se dé cuenta de lo mucho que se lo agradezco.
—Sólo aceptaré sus palabras de agradecimiento cuando quede libre definitivamente.
Adam rodeó la mesa y la acompañó a la puerta. Mientras la abría, Susan lo miró.
—Cada día le doy gracias a Dios por que sea usted quien me defiende. —Adam vio la adoración reflejada en sus ojos.
—No se desanime, Susan —le dijo en tono alentador.
Rhoda, su secretaria cincuentona, estaba en el despacho contiguo y lo siguió de regreso a su oficina.
—De verdad, Adam, no sé qué le hace a las mujeres. Todas sus clientes acaban enamoradas de usted.
—Venga, Rhoda, un abogado es como un psiquiatra. La mayoría de los pacientes se enamoran de su psiquiatra durante un tiempo. Es el síndrome del brazo en que apoyarte.
Las palabras resonaron en sus oídos al pensar en Menley. Había padecido otro ataque de ansiedad, estaba seguro. Percibía la tensión en su voz con la misma claridad con que alguien con un oído musical perfecto captaría una nota desafinada. Había estudiado para eso, era uno de los motivos por los que tenía éxito como abogado. Pero ¿por qué no quería hablar del tema? ¿Había sido grave el ataque? ¿O los ataques?
El balcón de la viuda. El único acceso a aquel precario mirador era una estrecha escalera. ¿Y si trataba de subir a Hannah allá arriba y se mareaba? ¿Y si la niña se le caía de los brazos?
Adam sintió un nudo en la garganta. Tenía grabada la imagen del rostro de Menley mirando a Bobby en su ataúd. Perder a Hannah sería decisivo para la cordura de Menley. Sabía lo que debía hacer. Aunque sin demasiada convicción, llamó a la psiquiatra de su esposa. Y el alma se le cayó a los pies cuando la doctora Kaufman dijo:
—No sabía si llamarlo, señor Nichols. Ignoraba que estuviese en Nueva York. ¿Cuándo va a volver a Cape Cod?
—Esta tarde.
—Entonces le voy a enviar la nueva receta de su esposa para que se la lleve.
—¿Cuándo ha hablado con ella?
—Hoy. —El tono de la doctora Kaufman cambió—. ¿No lo sabía? Señor Nichols, ¿por qué me ha llamado?
Adam respondió que temía que Menley hubiera sufrido alguno de sus ataques y no se lo hubiese dicho. La doctora no hizo ningún comentario. Luego él le dijo que la niñera había visto a Menley en el balcón de la viuda y ella lo había negado.
—¿Llevaba a Hannah con ella?
—No, estaba con la niñera.
Se produjo una pausa, tras la cual, con cautela, la psiquiatra dijo:
—Señor Nichols, me parece que su esposa no debería quedarse sola con Hannah; creo que debería traerla a Nueva York. Quiero ingresarla en el hospital unos días. Es mejor ser precavidos. No podemos permitirnos más tragedias en la familia.