Scott Covey no se había acostado hasta la medianoche. Aun así, seguía despierto cuando las primeras luces del alba empezaron a proyectar sombras en el dormitorio. Luego cayó en un sopor inquieto y despertó con una sensación de tensión en la frente, el principio de un dolor de cabeza.
Disgustado, apartó la ropa de cama. Había refrescado de repente, sin embargo, sabía que el descenso de temperatura era temporal. Hacia las doce haría un día espléndido típico de Cape Cod, soleado y con el calor de pleno verano suavizado por la salada brisa marina.
Pero todavía hacía fresco, y si Vivian hubiera estado allí habría cerrado las ventanas antes de que se levantara.
Ese día enterraban a Vivian.
Mientras se levantaba, Scott echó una mirada a la cama y pensó en las veces, durante los tres meses que habían estado casados, que le había llevado café al despertar. Luego se volvía a meter en la cama y se lo tomaban juntos.
Todavía la veía allí, con la espalda apoyada contra una pila de almohadas y el plato sobre las rodillas, y recordaba sus chistes sobre la cabecera de latón.
—Mi madre me arregló la habitación cuando yo tenía dieciséis años —le contó con aquella voz susurrante que tenía—. Yo estaba empeñada en que me pusiera una cabecera de éstas, pero ella dijo que la decoración no era lo mío y que las camas de latón se estaban volviendo demasiado ordinarias. Lo primero que hice cuando dispuse de mi propio dinero fue comprar la más recargada que encontré. —Entonces se echó a reír—. Tengo que reconocer que una cabecera tapizada es mucho más cómoda para apoyarse.
Esa mañana él le quitó el plato y la taza de la mano y los depositó en el suelo.
—Apóyate en mí —sugirió.
Era curioso que justamente en ese momento acudiese a su mente aquel recuerdo en particular. Scott se dirigió a la cocina, se preparó un café y unas tostadas y se sentó delante del mostrador. El frente de la casa daba a la calle y el patio trasero a Oyster Pond. Por la ventana lateral alcanzaba a ver, a través del follaje, la casa de los Sprague.
Vivian le había dicho que pronto iban a internar a la señora Sprague en una residencia.
—A Henry ya no le gusta que vaya a verla, pero tenemos que invitarlo a cenar cuando esté solo —había dicho—. Es divertido tener invitados cuando estamos los dos —añadió. Entonces le rodeó el cuello con los brazos y lo estrechó con fuerza—: Me quieres de verdad, ¿no es cierto, Scott?
Cuántas veces se lo repitió, la abrazó, le acarició el cabello y la tranquilizó hasta que, de nuevo alegre, empezaba a enumerar los motivos por los que ella lo amaba:
—Siempre había querido tener un marido que midiera más de metro ochenta, y tú lo mides. Siempre había querido que fuera rubio y guapo, para que todo el mundo me envidiara, y tú lo eres y me envidian. Pero lo más importante de todo, quería que estuviera loco por mí.
—Y lo estoy. —Se lo había dicho una y otra vez.
Scott permaneció junto a la ventana, con la mirada perdida, rememorando las últimas dos semanas, recordando que algunos primos de la familia Carpenter y muchos de los amigos de Viv corrieron a consolarlo en cuanto se enteraron de que había desaparecido, pero también que un número considerable de personas no habían dado señales de vida. Los padres de ella se mostraron especialmente distantes. Sabía que a los ojos de muchos no era más que un cazafortunas, un oportunista. Algunas crónicas de sucesos de los periódicos de Boston y Cape Cod incluían entrevistas con personas que se confesaban abiertamente escépticas respecto a las circunstancias del accidente.
La familia Carpenter era conocida en Massachusetts desde hacía generaciones y de ella habían salido senadores y gobernadores. Cualquier cosa que le ocurriera a alguno de sus miembros era noticia.
Se levantó y se dirigió al fogón en busca de más café. De repente pensó en las horas que le aguardaban, en el funeral, en el entierro y en la inevitable presencia de los medios de comunicación. Se sintió abrumado. Todo el mundo lo observaría.
«¡Os podéis ir todos al carajo, estábamos enamorados!», dijo furioso, y lanzó la cafetera sobre el fogón.
Tomó un sorbo de café con gesto rápido. Estaba hirviendo. Se quemó la boca y corrió al fregadero a escupirlo.