Menley recorrió frenética las habitaciones de la planta baja sin descubrir de dónde procedía la voz de Bobby. Finalmente, los gritos de Hannah penetraron en su mente y regresó al cuarto de su hija. Los sollozos de la niña se habían convertido ya en un violento hipo.
—Ay, cariño, cariño —murmuró al darse cuenta con un sobresalto de que Hannah llevaba mucho rato llorando.
Cogió a su hija, la envolvió en las sábanas y se tumbó en la cama que había junto a la cuna. Se deslizó bajo el edredón, se bajó el tirante del camisón y acercó los labios de la niña a su pecho. No podía darle de mamar, pero su pecho palpitaba mientras los diminutos labios succionaban el pezón. Finalmente el hipo desapareció y Hannah se durmió tranquilamente en sus brazos.
Quería tener a la niña a su lado, pero el agotamiento sumía a Menley en un estado próximo al estupor. Como había hecho unos días antes, puso una almohada en la cunita balancín, colocó a Hannah encima, la arropó y cayó en un profundo sueño con la mano en la cuna y el diminuto dedo de su hija alrededor de uno de los suyos.
El timbre del teléfono la despertó a las ocho de la mañana. En tanto corría al dormitorio principal a contestar, observó a Hannah; aún dormía. Era Adam.
—¿No me digas que todavía estabais durmiendo? ¿Cómo es que cuando estoy yo nunca duerme tanto?
Era una broma, Menley lo sabía. Su tono era cariñoso y divertido. ¿Por qué buscaba ella enseguida un doble sentido a todo lo que él decía?
—Siempre hablabas de las excelencias del aire del mar —contestó—. Supongo que Hannah ha empezado a creérselo. —Se acordó de la cena—. Adam, anoche lo pasé muy bien en la cena.
—Ah, me alegro. Tenía miedo de preguntarlo.
«Tal como yo sospechaba», se dijo Menley.
—¿Había alguien más aparte de Elaine y John?
—Scott Covey.
—Qué bien. Le había dicho con toda claridad que tenía que estar localizable. ¿Dijo algo del registro?
—Sólo que era un atropello pero que no estaba preocupado.
—Muy bien. ¿Y tú cómo te encuentras, cariño?
«Perfectamente —pensó Menley—. He oído un tren pasar por en medio de casa, he oído a Bobby llamarme y he dejado a Hannah llorando media hora mientras lo buscaba».
—Bien —contestó.
—¿Por qué me da la sensación de que me escondes algo?
—Porque eres un buen abogado, adiestrado para buscar significados ocultos —dijo ella, y soltó una risa forzada.
—¿Nada de ataques?
—Te he dicho que estoy bien. —Intentó no parecer irritada ni asustada. Adam siempre leía sus pensamientos. Trató de cambiar de tema—. La cena fue muy agradable, pero, Adam, cuando oigas decir a John: «Eso me recuerda…», echa a correr. Es un pesado.
Adam rió.
—Laine debe de estar enamorada. De lo contrario no lo aguantaría. ¿Vendrás a buscarme a las cinco?
—Claro.
Después de bañar y dar de comer a Hannah, y de dejarla temporalmente contenta en el parque de la cocina, Menley llamó a la psiquiatra de Nueva York que la trataba.
—Estoy teniendo algunos pequeños problemas —le dijo intentando no parecer alarmada.
—Cuénteme.
Escogiendo con cuidado las palabras, le contó a la doctora Kaufman que había despertado en medio de la noche y se había imaginado que oía un tren y a Bobby llamándola.
—¿Y decidió no coger a Hannah aunque llorara?
«Está tratando de descubrir si tenía miedo de hacerle daño», pensó Menley.
—Temblaba tanto que tenía miedo de que se me cayera de los brazos.
—¿Estaba llorando?
—Más bien gritando.
—¿Y eso la trastornó mucho, Menley?
Menley vaciló y luego respondió con un hilo de voz:
—Sí. Quería que se callara.
—Ya. Me parece que más vale que aumentemos la medicación. La semana pasada se la reduje y quizá era demasiado pronto. Se la enviaré por correo urgente. No puedo recetarle nada por teléfono.
«Podría decirle que la mandara al despacho de Adam —pensó Menley—. Él podría traérmela. Pero no quiero que sepa que he hablado con la psiquiatra».
—No sé si le había dado la dirección de aquí —dijo con calma.
Cuando colgó el teléfono, se dirigió a la mesa. El día anterior, después de que Jan Paley se marchara, había echado un vistazo a la carpeta de ilustraciones de Phoebe buscando un retrato del capitán Andrew Freeman. Ahora pasó varias horas buscándolo por todas las demás carpetas, pero no encontró ninguno.
Comparó su dibujo con el que Jan le había llevado. Eran idénticos. La única diferencia estribaba en que en el dibujo de la biblioteca el capitán aparecía al timón de su barco. «¿Cómo sabía yo que era así?», se preguntó. Cogió el cuaderno de dibujo. Una imagen mental de Mehitabel llenaba su mente y luchaba por salir al exterior. Cabello castaño hasta los hombros agitado por el viento, rostro delicado en forma de corazón, ojos grandes y oscuros, manos y pies pequeños, boca sonriente, vestido de lino azul de manga larga, cuello a caja y pechera de encaje; la falda se hinchaba hacia un lado.
Dibujaba con trazos rápidos y seguros. Sus hábiles dedos trasladaban eficazmente la imagen al papel. Cuando hubo terminado, lo colocó junto al retrato que había traído Jan y se dio cuenta de lo que había hecho.
En el dibujo de la biblioteca, detrás de la figura del capitán se distinguía un rastro de las faldas de Mehitabel.
Menley cogió la lupa. Las manchitas que se veían en la manga de Andrew Freeman eran las puntas de unos dedos, los dedos de Mehitabel. ¿Acaso estaba detrás de su marido en el barco cuando el artista desconocido lo retrató casi trescientos años antes? ¿Se parecía algo a la imagen que tenía de ella?
Repentinamente asustada, guardó los tres dibujos en la carpeta debajo de los demás papeles, cogió a Hannah y salió a tomar el sol.
Hannah emitía sonidos de satisfacción y tiraba del cabello de su madre. Mientras Menley desenredaba cuidadosamente los deditos, se le ocurrió una cosa: «Anoche, cuando me despertó el ruido del tren, Hannah estaba ya gritando».
—¿A ti también te despertó el tren? —Preguntó en voz alta—. ¿Por eso estabas tan asustada? Ay, Hannah, ¿qué nos está pasando? ¿Qué locura te estoy contagiando?