Henry Sprague tenía mal sabor de boca. El martes por la tarde había visto que los coches patrulla se detenían frente a la casa de Scott Covey. Con la sensación de ser un mirón, vio desde la ventana lateral cómo le entregaban a Covey lo que supuso era una orden de registro. Luego, mientras Phoebe y él estaban sentados en la terraza, observó que Covey estaba en la suya en una postura que reflejaba abatimiento y desesperación.
«Si no fuera porque vi a esa Tina en el Cheshire Pub, no tendría ningún motivo para sospechar de Scott Covey», pensó Henry más tarde.
Recordó cuando conoció a Phoebe. Ella era estudiante de doctorado en Yale. Él tenía una licenciatura en administración por la Universidad Amos Tuck y se dedicaba al negocio familiar de importación-exportación. Desde el momento en que la vio, las otras chicas con quienes había salido se volvieron insignificantes. Una de ellas, Kay, había sufrido una gran decepción y no paraba de llamarlo.
«¿Y si estando ya casado hubiera quedado con Kay sólo para hablar y alguien lo hubiera interpretado mal? —Pensó Henry—. ¿Podría ser éste el caso?».
Sabía qué debía hacer el miércoles por la mañana. Betty, la mujer de la limpieza que tenían desde hacía años, estaba en casa y sabía que podía dejar a Phoebe a su cuidado.
Como intuyó que Scott tal vez le diría que no fuera, no lo llamó sino que, a las diez, cruzó el jardín y llamó a la puerta de atrás. Vio a Scott a través de la mosquitera, sentado a la mesa de la cocina tomando café y leyendo el periódico. Henry recordó que Covey no tenía motivos para mostrarse complacido cuando viera quién venía a visitarlo.
Scott se acercó a la puerta pero no la abrió.
—¿Qué quiere, señor Sprague?
Henry no se anduvo con rodeos.
—Creo que te debo una disculpa.
Covey llevaba un polo, unos pantalones cortos color caqui y sandalias. Tenía el cabello mojado, como si acabara de ducharse. Su ceño desapareció:
—¿Quiere pasar? —Sin preguntar, cogió otra taza del armario y la llenó de café—. Vivian me dijo que es usted adicto al café.
Era un café muy bueno, excelente en realidad, observó Henry, complacido. Se sentó al otro lado de la mesa, frente a Covey, y tomó unos sorbos de café en silencio. Luego, escogiendo con cuidado las palabras, intentó transmitirle a Scott que lamentaba haberle contado al detective que se había encontrado con Tina aquella tarde en el bar. Le gustó el hecho de que Covey no objetara.
—Mire, señor Sprague, comprendo que usted hizo lo que creyó que tenía que hacer. También comprendo el punto de vista de la policía y la actitud de la familia y de los amigos de Viv. Sin embargo, he de señalar que Viv no tenía muchos amigos que la quisieran de verdad. Simplemente me alegro de que empiece a darse cuenta de que es muy doloroso echar tanto de menos a mi mujer y al mismo tiempo ser tratado como un asesino.
—Sí, me parece que empiezo a darme cuenta.
—¿Sabe lo que más miedo me da? —Preguntó Scott—. El revuelo que están montando los Carpenter. Es muy probable que terminen consiguiendo que me acusen formalmente de asesinato.
Henry se levantó.
—Tengo que volver a casa. Si puedo hacer algo para ayudarte, cuenta conmigo. No debí ir chismorreando por ahí. Pero una cosa te prometo: si me llaman a testificar, diré bien alto y bien claro que desde que Vivian y tú os casasteis, presencié la transformación de una joven muy desgraciada.
—Eso es lo único que le pido, señor Sprague —dijo Scott Covey—. Si todo el mundo dijera la simple verdad, nada de esto estaría ocurriendo.
—Llámame Henry.
Los dos hombres se volvieron y contemplaron cómo Phoebe abría la puerta de tela de red metálica y entraba en la cocina. La mujer miró a su alrededor con los ojos nublados.
—¿Te he contado lo de Tobias Knight? —preguntó vagamente.
—Phoebe…, Phoebe… —Jan Paley la seguía a unos pocos metros—. Ay, Henry, lo siento. He pasado un momento y le he dicho a Betty que fuera a hacer sus cosas, que yo me quedaba con Phoebe. He dado media vuelta y…
—No te preocupes —dijo Henry—. Vamos, querida. —Le estrechó la mano a Scott en un gesto tranquilizador para luego pasar el brazo por los hombros de su mujer y conducirla pacientemente a su casa.