El fiscal del distrito convocó una reunión para el miércoles por la tarde en su despacho de los juzgados de Barnstable. Fueron citados los tres oficiales que habían participado en el registro de la residencia de Covey, el forense que había llevado a cabo la autopsia de la esposa de éste, dos expertos de la Guardia Costera de Woods Hole —uno para atestiguar sobre las corrientes existentes el día en que se ahogó Vivian Carpenter y el segundo para hablar del estado del equipo de submarinismo que empleó— y Nat Coogan.
—Eso significa que hoy tengo que poner manos a la obra enseguida —le dijo Nat a Debbie el miércoles por la mañana—. Quiero echarle un vistazo al coche de Tina para ver si pierde aceite, y quiero comprobar si Vivian habló con su abogado.
Deb estaba poniendo unos gofres recién hechos en el plato de su marido. Sus dos hijos ya habían terminado de desayunar y se habían marchado a sus trabajos de verano.
—No deberías comer esto —suspiró—. Tienes que perder diez kilos.
—Hoy necesito estar fuerte, cariño.
—Ya lo creo.
Nat contempló admirado los destellos luminosos del cabello de su mujer.
—Estás guapísima —dijo—. Esta noche te llevaré a cenar fuera para presumir. Ah, pero no me has dicho cuánto cuesta que te hagan todo esto.
—Come y calla —dijo Debbie entregándole el jarabe de arce para los gofres—. Eso a ti no te interesa.
La primera parada de Nat era el Wayside Inn. Asomó la cabeza por la puerta del comedor. Como esperaba, Tina estaba trabajando. Acto seguido, se dirigió al despacho, donde no encontró más que a la secretaria.
—Sólo quería preguntar una cosa de Tina.
La secretaria se encogió de hombros.
—Supongo que no hay problema, si el otro día le dejaron ver su ficha personal.
—¿Quién puede saber si recibía muchas llamadas personales? —preguntó Nat.
—No está permitido. A no ser que sea una verdadera urgencia, cogemos el recado y las camareras llaman en su rato de descanso.
«Supongo que es un camino sin salida», pensó Nat.
—¿Sabe usted qué coche tiene Tina?
La secretaria miró por la ventana y señaló uno de los automóviles estacionados en el aparcamiento de la parte de atrás del edificio.
—Ese Toyota verde es el de Tina.
El coche tenía por lo menos diez años. La herrumbre había carcomido el metal de los guardabarros en algunos lugares. Nat se agachó soltando un gruñido, echó un vistazo debajo del coche y vio con toda claridad las relucientes gotas de aceite. El asfalto estaba manchado.
«Tal como me lo imaginaba», pensó con satisfacción. Se puso de pie trabajosamente y miró hacia el interior por la ventana del conductor. El coche de Tina estaba hecho un desastre. Había casetes tiradas en el asiento de al lado del conductor y latas de refresco vacías en el suelo. Miró por la ventana de atrás. En el asiento había periódicos y revistas esparcidos. Y entonces, medio tapadas por unas bolsas de papel, vio en el suelo dos latas de aceite de medio litro vacías. Regresó a toda prisa al despacho.
—Una última pregunta. ¿Por casualidad Tina se encarga en algún momento de tomar nota de las reservas?
—Pues, sí —respondió la secretaria—. De once a once y media, durante el descanso de Karen.
—¿Así que es posible que recibiera llamadas personales en ese rato?
—Supongo.
—Muchas gracias.
Con paso vigoroso, Nat se dirigió a la siguiente parada, el despacho del abogado de Vivian.
El señor Leonard Wells tenía unas cómodas oficinas a una manzana de la calle principal de Hyannis. Era un cincuentón de aspecto reservado, llevaba unas gafas sin montura que dilataban sus pensativos ojos pardos y vestía un elegante traje ligero beige. De inmediato, Nat tuvo la impresión de que Wells era de los que nunca se desabrochaban el cuello ni se aflojaban la corbata en público.
—Ya sabrá usted, señor Coogan, que me han venido a ver de la oficina del fiscal del distrito, el abogado de la familia Carpenter y el representante de la compañía de seguros que tenía la póliza del anillo de esmeraldas. No comprendo en qué otra cosa puedo contribuir a la investigación.
—Quizá usted no —dijo Nat con simpatía—, pero siempre cabe la posibilidad de que se haya pasado algo por alto. Naturalmente, conozco el contenido del testamento.
—Hasta el último centavo de Vivian, además de la casa, el barco, el coche y las joyas, son para su flamante marido. —La voz de Wells rezumaba una gélida desaprobación.
—¿Quién era el beneficiario del testamento anterior?
—No había testamento anterior. Vivian vino a verme hace tres años, en el momento en que heredó el capital del fondo fiduciario, cinco millones de dólares.
—¿Por qué vino a verlo a usted? Quiero decir que seguro que su familia tiene abogados.
—Había trabajado para una amiga suya, que al parecer quedó bastante satisfecha de mi trabajo. Vivian dijo entonces que no quería que la representaran los asesores legales de su familia. Me pidió que la aconsejara acerca de a qué banco debía dirigirse para abrir una caja de seguridad. También quería el nombre de un agente de bolsa sensato con quien pudiera revisar su considerable cartera de acciones. Y me pidió información sobre sus herederos potenciales.
—¿Quería hacer testamento?
—No, precisamente no quería hacerlo. Quería saber quiénes serían sus herederos si moría. Le dije que su familia.
—¿Y quedó satisfecha? —preguntó Nat.
—Me dijo que no quería dejarles nada como regalo porque no se lo merecían, pero que, dado que no había nadie más en el mundo que le importara, se lo podían quedar de facto. Naturalmente, todo eso cambió cuando conoció a Covey.
—¿Le aconsejó usted que hiciera un acuerdo prenupcial?
—Era demasiado tarde, puesto que ya se había casado. Pero sí que la animé a redactar un testamento más complejo. Le hice ver que tal como lo había hecho, su marido lo heredaría todo y era conveniente que incluyera una cláusula que previera los hijos nonatos. Dijo que ya lo solucionaría cuando quedase embarazada. También le aconsejé que considerara que si el matrimonio era un fracaso, podía tomar medidas para proteger sus bienes.
Nat echó un vistazo a su alrededor. Las paredes estaban recubiertas de madera noble; los libros de leyes se apilaban pulcramente en estantes que se extendían desde el suelo hasta el techo detrás de la mesa de caoba. Escenas de caza bellamente enmarcadas y una alfombra oriental completaban el conjunto. El efecto general era de armonioso buen gusto; un ambiente apropiado para Leonard Wells. Nat decidió que aquel hombre le caía simpático.
—Señor Wells, ¿le consultaba Vivian a menudo?
—No. Pero tengo entendido que siguió mi consejo de tener únicamente una modesta cuenta corriente en el banco de aquí. Estaba bastante satisfecha con el agente de bolsa que le recomendé y mantenía reuniones trimestrales con él en Boston. Yo guardaba la llave de la caja fuerte en el despacho. Cuando venía a buscarla, nos saludábamos.
—¿Por qué dejó la llave aquí? —preguntó Nat.
—Vivian solía ser un poco descuidada. El año pasado perdió la llave dos veces y tuvo que pagar unas multas considerables. Puesto que el banco está aquí al lado, decidió hacernos sus guardianes. Mientras vivió, ella era la única que tenía acceso a la caja. Desde su muerte, claro está, el contenido ha sido examinado y catalogado, como ya debe de saber.
—¿Lo llamó Vivian tres días antes de morir?
—Sí, pero yo estaba de vacaciones.
—¿Sabe por qué quería hablar con usted?
—No, no lo sé. No quería la llave y se negó a hablar con mi socio. Dejó recado de que la llamara en cuanto regresase. Por desgracia, cuando volví ya hacía dos días que había desaparecido.
—¿Cómo era su tono de voz cuando habló con su secretaria? ¿Parecía disgustada?
—Vivian siempre se disgustaba si la persona con quien quería hablar no podía ponerse.
«Esto no me sirve de mucho», pensó Nat. Y luego preguntó:
—¿Conocía usted a Scott Covey, señor Wells?
—Sólo lo he visto una vez, en la lectura del testamento.
—¿Qué le pareció?
—Mi opinión, naturalmente, no es más que eso, una opinión. Antes de conocerlo ya me había formado la idea, prejuiciosa tal vez, de que era un cazafortunas que había engatusado a la vulnerable y emocional Vivian. Todavía creo que es una lástima que toda la fortuna de una Carpenter vaya a ser disfrutada por un extraño. Hay muchos primos lejanos de la familia a quienes les vendría bien un poco de dinero. Confieso que después de conocerlo cambié de opinión. Scott Covey me causó muy buena impresión. Parecía genuinamente afectado por la muerte de su esposa. Y, a menos que sea un magnífico actor, se quedó pasmado al enterarse de la fortuna que había heredado.