El restaurante The Captain's Table del Club Marítimo de Hyannis dominaba el puerto.
Como antiguo miembro del club y cliente habitual del restaurante, John había reservado una de las mejores mesas del anexo acristalado del comedor. Insistió en que Menley se sentara de cara a la ventana para que pudiera disfrutar de la vista del canal de Nantucket, los graciosos veleros, los elegantes yates y los voluminosos barcos de vapor que transportaban pasajeros de Martha's Vineyard y Nantucket.
Cuando Menley salió de casa a las siete menos cuarto, Hannah ya estaba acostada. Ahora, mientras tomaba champán, una idea la obsesionaba. ¿Había quedado la imagen del capitán Andrew Freeeman grabada en su subconsciente al ver su retrato de pasada mientras revisaba los papeles de las carpetas de la señora Sprague?
Ésa era la explicación que le había dado a Jan Paley. Y entonces se preguntó con qué frecuencia había usado los términos «inconsciente» y «subconsciente» durante los últimos días. Recordó que los tranquilizantes que tomaba, aunque fuera esporádicamente, podían aturdiría un poco.
Sacudió levemente la cabeza para alejar tan inquietantes pensamientos. Ahora que estaba en el restaurante, se alegró de haber ido. Quizá por eso insistía tanto Adam en que estuviera siempre con gente.
Antes era una persona muy extrovertida, pero desde la muerte de Bobby tenía que hacer verdaderos esfuerzos para parecer alegre e interesada en alguien o en algo.
Mientras estaba embarazada de Hannah escribió el último libro de David, y la tarea de terminarlo le sirvió de refugio. Descubrió que cuando no trabajaba empezaba a pensar que iba a pasar algo malo, que a lo mejor abortaría o el niño nacería muerto. Y desde el nacimiento de su hija luchaba contra los escalofriantes ataques postraumáticos: alucinaciones, angustia, depresión.
«Una triste retahíla de problemas para un hombre como Adam que tiene que soportar un trabajo tan agotador», se le ocurrió pensar.
Antes le habían sentado mal los evidentes esfuerzos de su esposo para hacerla salir, para convencerla de que Amy debía quedarse a dormir; ahora deseaba desesperadamente tenerlo a su lado en aquella mesa.
Menley sabía que por fin tenía el aspecto de antes. Había recuperado el talle y aquella noche había decidido ponerse un traje de seda gris perla compuesto por una torera y unos pantalones anchos. Los puños gris oscuro hacían juego con la camiseta del mismo tono.
El cabello, que se le estaba aclarando por efecto del sol, lo llevaba recogido en la nuca en un sencillo moño. La gargantilla de plata y diamantes con pendientes a juego que le había regalado Adam cuando aún eran novios completaba el conjunto. Se alegró de haberse vuelto a arreglar.
Al descubrir que el otro invitado de John y Elaine era Scott Covey se llevó una sorpresa no del todo desagradable. Menley captó la admiración que había en su mirada cuando el maitre la acompañó hasta la mesa.
Parte del encanto de Scott, se dijo, consistía en que no parecía consciente de lo apuesto que era. En todo caso, sus maneras eran algo tímidas, y tenía el don de prestar atención a la persona con quien estuviera hablando.
Covey se refirió brevemente a la orden de registro.
—Tu consejo era acertado, Menley. Cuando hablé con Adam me dijo que no podía hacer nada al respecto, pero que procurara estar siempre localizable y que dejase el contestador puesto en todo momento.
—Adam sabe cómo hacer las cosas —dijo Elaine, sonriendo.
—Me alegro de que esté de mi parte —comentó Covey. Luego agregó—: No echemos a perder la noche hablando de este tema. Al menos, no tener nada que esconder tiene algo bueno: aunque te sientes atropellado al ver que la policía te está poniendo la casa patas arriba para intentar demostrar que eres un criminal, hay una gran diferencia entre sentirse atropellado y estar preocupado.
—Mira, no me tires de la lengua —repuso Elaine, evidentemente acalorada—. Ojalá los Carpenter se hubiesen preocupado por Vivian cuando aún estaba viva la mitad de lo que aparentan preocuparse ahora que está muerta. Cuando esa pobre chica compró la casa hace tres años, parecía que se encontraba muy sola, te lo aseguro. Al cabo de unos días le llevé una botella de champán y era patético ver lo contenta que se puso. Estaba en casa, completamente sola.
—Elaine —le advirtió John.
Al ver que las lágrimas afloraban a los ojos de Scott, Elaine se mordió el labio.
—Ay, Dios mío, perdona, Scott. Tienes razón, cambiemos de tema.
—Tengo una cosa que anunciar —intervino John, rebosante de alegría—. Vamos a hacer la recepción de la boda aquí, y vosotros dos sois los primeros en ser oficialmente informados de que será exactamente el sábado 26 de noviembre a las cuatro de la tarde. Hasta hemos decidido el menú: pavo al horno. —Soltó una risotada—. Es dos días después del día de Acción de Gracias, por si no os habíais dado cuenta —añadió apretando la mano de Elaine.
Menley pensó que Elaine parecía una novia. Un collar de oro y perlas resaltaba el vestido blanco de cuello vuelto y llevaba la rubia cabellera suelta, lo que favorecía su rostro fino y algo anguloso. El gran diamante ovalado de la mano izquierda era una muestra clara y patente de la generosidad de John.
«Lo malo —pensó Menley a la hora de los postres— es que a John le encanta hablar de seguros y no debería contar chistes». Estaba acostumbrada al ingenio rápido y agudo de Adam y resultaba penoso escuchar a John decir una y otra vez: «Esto me recuerda la historia de…».
En un momento dado, durante una tediosa narración, Scott Covey levantó una ceja al mirarla y ella apenas pudo contener la risa. «Otro conspirador», pensó.
Pero John era un buen hombre y seguramente muchas mujeres envidiaban a Elaine.
Aun así, cuando se levantaron de la mesa, Menley sintió un súbito, perentorio deseo de regresar a su casa. John sugirió que Elaine y él acompañarían a Menley para asegurarse de que llegaba sana y salva.
—No, no, por favor. Estoy perfectamente. —Trató de no parecer irritada. «Estoy empezando a reaccionar con demasiada brusquedad ante cualquier insinuación de protección», pensó.
Cuando Menley llegó a casa Hannah dormía apaciblemente.
—Se ha portado muy bien —dijo Amy—. ¿Quiere que vuelva mañana a la misma hora, señora Nichols?
—No, no será necesario —respondió Menley fríamente—. Ya te llamaré.
Lamentó la expresión de abatimiento que vio en el rostro de Amy, pero tenía ganas de estar a solas con su hija hasta que Adam regresara de Nueva York el día siguiente.
Aquella noche le resultó más difícil conciliar el sueño. No era que estuviera nerviosa sino que no podía evitar repasar mentalmente el montón de fotografías y dibujos que Phoebe Sprague guardaba en sus carpetas. Pensaba que apenas había llegado a mirarlos.
La mayor parte eran retratos de los primeros colonos, algunos sin nombre, y de edificios importantes, mapas y veleros, en realidad un poco de todo.
¿Era posible que hubiera encontrado uno sin nombre e inconscientemente lo hubiese copiado al tratar de imaginarse al capitán Andrew Freeman? No tenía un aspecto tan inusual. Muchos hombres de principios del siglo XVIII llevaban una barba oscura y corta.
«¿Y dibujé la misma cara por pura coincidencia? —se dijo irónicamente—. "Inconsciente, subconsciente", otra vez esas palabras. Dios santo, ¿qué me está pasando?».
Antes de que dieran las dos de la madrugada se levantó tres veces a mirar a Hannah y la encontró profundamente dormida. «En poco más de una semana que llevamos aquí, parece que ha crecido», pensó al mismo tiempo que rozaba levemente la manita de la niña.
Finalmente, sintió que los párpados le pesaban y supo que se iba a dormir pronto. Volvió a acomodarse en la cama y acarició la almohada de Adam. Lo echaba muchísimo de menos. ¿Habría llamado? Seguramente no. Amy se lo hubiera dicho. Pero ¿por qué no había intentado encontrarla a eso de las diez y media? Sabía que a esa hora ya estaría en casa.
«O podría haberlo llamado yo —pensó Menley—. Tendría que haberle dicho que lo he pasado bien en la cena. A lo mejor él ha tenido miedo de llamarme por si me quejaba de la salida. Por Dios, sólo quiero ser yo misma. Sólo quiero estar normal».
A las cuatro, el atronador ruido de un tren atravesó la casa.
Estaba en el paso a nivel, tratando de cruzarlo a tiempo. El tren se aproximaba.
Se incorporó bruscamente, se metió los dedos en los oídos en un intento por amortiguar el ruido y, dando tumbos, corrió desenfrenadamente a la habitación de al lado. Tenía que salvar a Bobby.
Hannah estaba gritando, agitando los brazos y quitándose las sábanas de encima con las piernas.
«El tren también la va a matar a ella», pensó Menley. Su mente se esforzaba por aferrarse a algún fragmento de realidad en medio de la confusión.
Pero todo pasó. El tren se alejó y el traqueteo de las ruedas se desvaneció en la noche.
Hannah gritaba.
—¡Calla! —Le ordenó Menley—. ¡Calla! ¡Calla!
Hannah empezó a chillar todavía más fuerte.
Menley se dejó caer en la cama que había frente a la cuna, temblando, rodeándose el cuerpo con los brazos, sin atreverse a coger a su hija.
Y entonces lo oyó llamarla desde el piso de abajo con voz alborozada:
—¡Mami! ¡Mami!
Con los brazos extendidos, llamándolo entre sollozos, corrió en busca de Bobby.