Deb Coogan se lo estaba pasando en grande. Normalmente ella misma se lavaba el cabello corto y rizado y se lo secaba con una toalla. Cada mes y medio o así iba a la pequeña peluquería que había en el otro extremo del pueblo para que se lo recortaran. Aquélla era la primera vez que iba a Tresses, el salón de belleza más chic de Chatham.
Estaba relajada, disfrutando al máximo el lujoso interior rosa y verde del elegante salón, el lavado de cabeza que incluía masajes en el cuello, las mechas que producían reflejos dorados en su cabello castaño, la manicura con aceite caliente y la pedicura que se hacía por primera vez. Había llegado a la conclusión de que era un deber cívico entablar conversación con tantas empleadas como fuera posible, de modo que decidió solicitar todos aquellos servicios.
Sus temores de que las empleadas de la peluquería estuvieran poco dispuestas a hablar desaparecieron rápidamente. El local hervía con la noticia de que Scott Covey podía ser sospechoso de la muerte de su mujer.
Mientras Beth le lavaba la cabeza, Deb no tuvo dificultades en hacer que le hablase de la difunta Vivian Carpenter Covey, pero de lo único que se enteró fue de que Beth casi se desmaya al enterarse de que Viv tenía tanto dinero.
—A mí jamás me daba propina, y a la peluquera apenas nada. Y mire lo que le digo, si le caía una gota de agua cerca de la oreja, se ponía a gritar que tenía unos tímpanos muy sensibles. Y pregunto: ¿tan sensibles eran? No hacía más que presumir de que estaba aprendiendo a hacer submarinismo.
La peluquera era un poco más compasiva.
—A todas nos tocó peinar a Vivian. Nunca estaba contenta con nada. Y, claro, siempre era culpa de la estilista si no le gustaba cómo había quedado. Es una verdadera pena. Era una mujer atractiva, pero o bien se daba las ínfulas de la familia Carpenter o se enfadaba por cualquier cosa. Era capaz de acabar con la paciencia de un santo.
La manicura también era muy chismosa, pero, por desgracia, lo que dijo no resultaba demasiado útil.
—Estaba loca por su marido. ¿Verdad que es guapísimo? Un día estaba cruzando la calle para venir a recogerla y una de las chicas nuevas lo vio por la ventana y dijo: «Perdonadme, voy a salir a la calle a echarme a los pies de ese monumento». Era una broma, claro, pero casualmente estaba terminando las uñas de Vivian. ¡Cómo se puso! «¿Por qué todas las busconas del mundo se empeñan en tirarle los tejos a mi marido?», le gritó.
«Se empeñan —pensó Deb—. Eso parece indicar que no lo consiguen».
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó.
—Unas dos o tres semanas antes de que se ahogara.
No fue hasta que la pedicura la hubo atendido que Debbie aceptó que aquel enorme gasto no había sido en balde. Una vez que se hubo instalado en una zona separada por unos biombos donde había dos sillones elevados sobre sendos recipientes para baños de pies, Marie, la pedicura, le dijo:
—Intente no mover los dedos, señora Coogan. No quisiera cortarle.
—No puedo evitarlo —confesó Debbie—. Tengo muchas cosquillas en los pies.
—Tengo otra cliente a la que le pasa lo mismo —comentó Marie, riendo—. Casi nunca se hace arreglar los pies, pero cuando se casó todas le dijimos que tenía que hacerlo.
Aprovechando la ocasión, Debbie mencionó el nombre de Vivian.
—Y pensar que Vivian Carpenter sólo vivió tres meses después de casarse… —Suspiró y dejó que su voz se apagara lentamente.
—Ya lo creo. Fue horrible. Sandra, la cliente de la que le hablaba, la que nunca quiere que le arreglemos los pies…
—¿Sí?
—El día que la convencimos de que lo hiciera porque se iba a casar, estaba sentada en esta misma silla. Vivian estaba a su lado y empezaron a hablar. Sandra es de las que te cuentan la vida.
—¿Y de qué hablaban ese día?
—Le estaba contando a Vivian que después iba a ir a ver a su abogado, donde la esperaba su novio, para firmar un acuerdo prenupcial.
Debbie se enderezó en el asiento.
—¿Y qué dijo Vivian?
—Dijo algo así como: «A mí me parece que si no puedes confiar en tu futuro esposo, más vale que no te cases». —Mane extendió una crema en los pies de Debbie y empezó a hacerle un masaje—. Sandra no es de las que se quedan calladas, así que le dijo a Vivian que ya había estado casada una vez y que se había separado al cabo de tres años. Sandra tiene un par de boutiques. Su ex alegó que la había ayudado mucho porque, imagínese, por las noches le hablaba de sus planes de ampliación del negocio. Y sacó una buena tajada. Sandra dijo que cuando se casó con él ni siquiera sabía lo que quería decir la palabra boutique y seguía sin saberlo cuando se separaron. Le dijo a Vivian que cuando uno tiene dinero y el otro no, si el matrimonio se deshace el que lo tiene acaba dejándose un ojo de la cara.
—¿Y qué contestó Vivian? —preguntó Debbie.
—Parecía disgustada. Dijo que era muy interesante y que parecía sensato. «A lo mejor yo también tendría que llamar a mi abogado», comentó.
—¿Crees que hablaba en broma?
—No lo sé. Con ella nunca se sabía. —Marie señaló las bandejas de esmalte—. ¿El mismo color que las manos, sorbete de fresa?
—Sí, por favor.
Marie agitó el frasco, desenroscó el tapón y con cuidadosas pinceladas comenzó a pintarle las uñas a Debbie.
—Qué lástima —suspiró—. En el fondo, Vivian era buena persona, pero muy insegura. Ese día que habló con Sandra fue la última vez que la vi. Murió tres días después.