Henry Sprague y su mujer paseaban por la playa cogidos de la mano. El sol del atardecer se deslizaba de una nube a otra y Henry se alegraba de haber anudado el pañuelo alrededor de la cabeza de Phoebe. Pensó que la proximidad del anochecer confería un aspecto distinto al paisaje. Sin los bañistas, daba la sensación de que el panorama de arena y refrescantes aguas recuperaba una armonía primigenia con la naturaleza.
Observó cómo las gaviotas daban saltitos en la orilla del mar. Las conchas de sutiles tonos grises, rosados y blancos se amontonaban sobre la arena húmeda. De vez en cuando le llamaba la atención un trozo de madera, resto de algún naufragio. Hacía unos años había visto allí mismo un salvavidas del Andrea Doria, que las olas habían arrastrado.
Desde siempre, aquélla era la hora del día que más les gustaba a Phoebe y a él. Y fue en aquella playa, hacía cuatro años, donde Henry observó por primera vez que ella perdía la memoria por momentos. Ahora, aunque le pesara, reconocía que no iba a poder tenerla en casa mucho tiempo más. Le habían recetado tacrina y a veces parecía que mejoraba de forma notable, pero últimamente había salido de casa varias veces cuando él estaba distraído. No hacía muchos días la había encontrado en aquella misma playa, metida en el agua hasta la cintura. Mientras corría hacia ella, una ola la derribó. Se sintió totalmente desorientada y habría podido ahogarse en cuestión de segundos.
«Hemos vivido cuarenta y seis años estupendos —se decía Henry—. Puedo ir a verla a la residencia cada día. Será lo mejor». Aunque sabía que todo aquello era cierto, seguía resultándole difícil. Ella avanzaba trabajosamente a su lado, en silencio, perdida en su propio mundo. La doctora Phoebe Cummings Sprague, catedrática de historia en Harvard, ya no sabía atarse el pañuelo ni se acordaba de si había desayunado o no.
Henry se dio cuenta de dónde estaban y alzó la vista. Al otro lado de la duna, en el terreno elevado, la casa se recortaba contra el horizonte. Asomada como estaba al acantilado, altanera y elegante, siempre le había recordado un águila.
—Phoebe —dijo.
Ella se volvió, frunció el entrecejo y lo miró fijamente. El ceño era ahora automático. Había empezado cuando todavía trataba desesperadamente que los demás no pensasen que era una desmemoriada. Henry señaló la casa que se alzaba por encima de ellos.
—¿Te había dicho que Adam Nichols la ha alquilado para el mes de agosto? Vivirá con su mujer, Menley, y la niña que acaban de tener. Les diré que vengan a vernos un día de éstos. Adam siempre te ha caído simpático.
Adam Nichols. Durante un instante, la sombría niebla que invadía la mente de Phoebe y que la obligaba a esforzarse para comprender las cosas, se disipó. «En un tiempo —pensó— esa casa se llamaba Nickquenum. Nickquenum, la hermosa palabra india que significaba "Me voy a casa". Iba andando —se dijo Phoebe—. Estaba en esa casa. Alguien conocido…, ¿quién era? Estaba haciendo algo raro. La esposa de Adam no debe vivir allí». La niebla volvió a penetrar en su cerebro. Miró a su marido.
—Adam Nichols… —murmuró lentamente—. ¿Quién es?