Cuando Nat Coogan llegó al trabajo el martes por la mañana, encontró una nota sobre su mesa. «Ven a verme». Estaba firmada por su superior, Frank Shea, el jefe de policía.
«¿Qué pasará?», se preguntó mientras se dirigía al despacho de su jefe. Encontró a Frank hablando con el fiscal del distrito y tamborileando en la mesa con los dedos. Su habitual expresión cordial había desaparecido. Nat se sentó en una silla a escuchar la mitad de la conversación, imaginándose el resto.
Habían empezado las tensiones. La compañía de seguros de Graham Carpenter se había metido en el asunto y estaban más que dispuestos a defender la teoría de Carpenter de que su hija había sido víctima de una maniobra sucia; Scott Covey le había quitado el anillo de esmeraldas del dedo y se había quedado con él.
Nat arqueó las cejas al darse cuenta de que la parte siguiente de la conversación trataba del estudio de las corrientes marinas. Dedujo que los expertos de la Guardia Costera estaban dispuestos a testificar que si Vivian Covey hubiera estado haciendo submarinismo donde decía su marido, el cadáver no habría aparecido en Stage Harbor sino que habría sido arrastrado hacia Martha's Vineyard.
Después de colgar, Shea dijo:
—Menos mal que hiciste caso de esa corazonada de perro perdiguero. El fiscal del distrito se ha alegrado mucho cuando le he dicho que ya teníamos en marcha la investigación. Nos va muy bien haber empezado antes, porque cuando se enteren los periodistas esto se convertirá en un circo. Acuérdate de lo que pasó cuando lo del caso Von Bulow.
—Sí, claro. Y en parte tenemos que enfrentarnos a los mismos problemas que la acusación de aquel caso. Culpable o inocente, Von Bulow se salvó porque tenía un buen abogado. Estoy convencido de que Covey es culpable, pero demostrarlo ya es otro cantar. Y él también tiene un abogado muy bueno. Hemos tenido la mala suerte de que Adam Nichols aceptara defender a Covey.
—A lo mejor muy pronto tendremos oportunidad de averiguar si es bueno de verdad. Estamos a punto de encontrar más pruebas, y esta vez irrefutables. Sobre la base del anillo desaparecido y de todas las demás cosas que hemos averiguado, el fiscal va a pedir una orden de registro para la casa y el barco de Covey. Quiero que estés allí cuando lo hagan.
—Me muero de ganas —dijo Nat levantándose.
En la intimidad de su despacho, Nat dio rienda suelta a la irritación que sentía. Ahora que era evidente que los medios de comunicación iban a percibir que el caso apestaba e iban a empezar a buscar noticias desesperadamente, el fiscal del distrito ordenaría que fuera la policía del estado la que se hiciera cargo de la investigación. «No es sólo que quiera resolver el caso personalmente —pensó Nat—. Es que me parece que es una estupidez hacer que se presente ante un jurado de acusación sin contar con una base firme».
Se quitó la chaqueta, se subió las mangas y se aflojó la corbata. Ahora estaba cómodo. Deb siempre lo incordiaba con que no se aflojara la corbata cuando salían a cenar. «Nat, estás guapísimo, pero cuando te aflojas la corbata y te desabrochas el cuello de la camisa lo estropeas todo. Estoy segura de que en una encarnación anterior debiste de morir ahorcado. Dicen que por eso hay gente que no soporta que nada le apriete el cuello».
Permaneció sentado ante su mesa unos momentos más, pensando en Deb, en la suerte que tenía de que fuera su mujer, en lo unidos que estaban, en el amor y la confianza.
Cogió la taza, se dirigió a la máquina de café que había en el pasillo, la llenó distraídamente y regresó al despacho.
Confianza. Una buena palabra. ¿En qué medida confiaba Vivian Carpenter en su marido? De acuerdo con lo que decía Scott Covey, no lo bastante para decirle a cuánto ascendía la herencia.
Nuevamente sentado ante su mesa, se retrepó en el sillón y se puso a contemplar el techo mientras iba tomando sorbos de café. Si Vivian era tan insegura como todos aseguraban, ¿no habría estado alerta por si aparecían indicios de que algo iba mal con Covey?
Llamadas telefónicas. ¿Llamó Tina alguna vez a su casa? Y si lo hizo, ¿se enteró Vivian? El recibo del teléfono. Seguro que era ella la que pagaba los gastos de la casa. ¿Habría sido Covey lo suficientemente tonto para llamar a Tina desde su teléfono? Tendría que comprobarlo.
Otra cosa. El abogado de Vivian, el que había preparado el nuevo testamento después de la boda. Valdría la pena acercarse a hablar con él. Sonó el teléfono. Era Deb.
—Estaba escuchando las noticias —dijo—. Han hablado de la investigación de la muerte de Vivian Carpenter. ¿Te lo esperabas?
—Acabo de enterarme —respondió Nat, y le contó lo que había hablado con Frank Shea y lo que pensaba hacer. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que Deb era una excelente caja de resonancia.
—Lo de las facturas del teléfono es buena idea —dijo Deb—. Apuesto lo que quieras a que no habrá sido tan tonto como para llamar a casa de su amiguita desde su teléfono, pero has dicho que esa Tina es camarera del Wayside Inn. Las llamadas al restaurante no vendrán en la factura, pero podrías preguntar si ella recibía muchas llamadas personales y si alguien sabe quién las hacía.
—Muy aguda —dijo Nat, admirado—. Se nota que te he enseñado a pensar como los polis.
—Venga ya. Otra cosa. Pasa por la peluquería de Vivian. Es una fuente inagotable de chismes. O tal vez sería mejor que fuese yo. Puede que oiga algo. Me dijiste que iba a Tresses, ¿verdad?
—Sí.
—Pediré hora para esta tarde.
—¿Estás segura de que lo haces sólo para ayudarme?
—No, hace tiempo que me muero de ganas de hacerme mechas en el pelo. Allí lo hacen bien, pero es caro. Ahora ya no tengo por qué tener remordimientos. Adiós, cariño.