Aquella tarde, después de que Hannah despertó de su siesta, Menley y Adam fueron a bañarse a la playa. La finca Recuerda, tenía playa privada, lo cual quería decir que, si bien cualquiera podía pasar andando por allí, nadie estaba autorizado a detenerse durante mucho rato. El calor del mediodía albergaba un leve indicio de la proximidad del otoño. Soplaba una brisa fresca y ya no había paseantes.
Adam estaba sentado junto a Hannah, cómodamente instalada en su cochecito, mientras Menley se bañaba.
—A tu mamá le encanta el mar, cariño —dijo él mientras observaba cómo Menley nadaba en las aguas cada vez más turbulentas. Alarmado, Adam se puso de pie al ver que su mujer se alejaba todavía más. Finalmente, se acercó a la orilla y le hizo gestos con los brazos para indicarle que regresara.
¿Acaso no lo veía, o fingía no verlo?, se preguntó al advertir que seguía alejándose. Una enorme ola se elevó, rompió y se deshizo. Menley se dejó arrastrar y apareció entre la espuma, sacudiéndose el agua, sonriendo, con el cabello lleno de sal pegado al rostro.
—¡Fantástico! —gritó entusiasmada.
—Y peligroso, Menley. Esto es el Atlántico.
—¿En serio? Pensaba que era la piscina de mi casa.
Regresaron juntos al lugar donde Hannah observaba complacida una gaviota que caminaba por la orilla.
—No es broma, Men. Cuando yo no esté, no quiero que te alejes tanto de la orilla.
Menley se detuvo.
—Y quieres que me cerciore de que el interfono está encendido cuando tu hija está durmiendo, ¿no? ¿Y no te parece que estaría bien que Amy se quedara a dormir? Para vigilarme a mí, no a Hannah, ¿verdad? ¿Y no mantienes la amenaza implícita de que necesitamos servicio interino porque esto del estrés postraumático es un problema? Al fin y al cabo, yo soy la que puso el coche delante del tren cuando murió tu hijo.
Adam la cogió fuertemente por los brazos.
—Cállate, Menley, por Dios. No haces más que culparme de no perdonarte por la muerte de Bobby, pero no es cuestión de culpas. El único problema es que tú misma no puedes perdonarte.
Regresaron a casa, conscientes de que se habían herido mutuamente y necesitaban hablar. Sin embargo, cuando abrieron la puerta estaba sonando el teléfono y Adam corrió a cogerlo. Tendrían que hablar más tarde. Menley se puso una toalla sobre el traje de baño mojado, cogió a Hannah y se quedó a escuchar.
—¡Elaine! ¿Cómo estás?
Menley observó cómo una expresión de preocupación se apoderaba del rostro de su marido. ¿Qué le estaba diciendo Elaine? Un momento después oyó decir a Adam:
—Gracias por avisarme. —Entonces su tono cambió y recuperó la alegría—. ¿Mañana por la noche? Lo siento pero me voy a Nueva York. Pero, escucha, a lo mejor Menley…
«No», pensó Menley.
Adam tapó la bocina del teléfono con una mano.
—Men, Elaine y John van a cenar en el Captain's Table de Hyannis mañana por la noche. Quieren que vayas.
—Muchas gracias, pero prefiero quedarme a trabajar. Diles que otro día. —Menley le hizo un carantoña a Hannah—. Eres una niña muy buena —murmuró.
—Men, Elaine quiere que vayas —insistió Adam—. Y no me gusta que te quedes aquí sola. ¿Por qué no vas? Que venga Amy un rato.
«La amenaza implícita —pensó Menley—. Ve y demuestra lo sociable que eres o Adam te pondrá a alguien veinticuatro horas al día». Se obligó a sonreír.
—Dile que iré encantada.
Adam volvió a dirigirse al teléfono.
—Laine, Menley irá encantada. A las siete es perfecto. —Volvió a tapar el teléfono con la mano y dijo—: Men, dice que si Amy podría quedarse a dormir, prefieren que no vaya por ahí tan tarde.
Menley lo miró fijamente. Sabía que incluso Hannah captaba la tensión que había en su cuerpo. La niña dejó de sonreír y empezó a lloriquear.
—Dile a Laine —le ordenó Menley haciendo hincapié en el diminutivo particular que empleaba Adam— que soy perfectamente capaz de quedarme sola en esta casa, y que si Amy no puede salir a la calle a las diez de la noche en verano es que es demasiado inmadura para cuidar a mi hija.
El deshielo comenzó a la hora de cenar. Mientras Menley daba de comer y bañaba a Hannah, Adam se fue corriendo al mercado y regresó con langostas frescas, berros, judías verdes y una barra de pan italiano recién hecho.
Prepararon la cena juntos. Mientras las langostas se hacían al vapor iban tomando sorbitos de chardonnay frío. Cuando terminaron de cenar cogieron las tazas de café y fueron a dar un paseo hasta el extremo de la finca, donde se pusieron a contemplar las olas que rompían violentamente contra la orilla.
Sentir en los labios el sabor del aire impregnado de sal tranquilizó a Menley. «Si fuera Adam el que pasara los ataques de ansiedad y depresión, yo también estaría preocupada», se dijo.
Luego, antes de acostarse, fueron a mirar a Hannah por última vez aquella noche. Se había revuelto en la cuna y ahora estaba tendida transversalmente. Adam la volvió a colocar derecha, la tapó y durante un momento mantuvo la mano apoyada en su espalda. Menley recordó entonces otro de los datos que había extraído de las notas de Phoebe. En aquella época, el particular amor entre un padre y una hija pequeña tenía un nombre especial. La hija era la tortience de su padre.
Luego, cuando estaban a punto de dormirse abrazados, Adam no pudo evitar preguntarle:
—Men, ¿por qué no quisiste decirle a Amy que habías estado en el balcón de la viuda?