A las dos, después de que acostara a Hannah para que durmiese, Menley le dijo a Amy que podía irse. Varias veces había descubierto a la joven observándola y aquello la desconcertaba. Era la misma expresión que tantas veces veía en el rostro de Adam, y la ponía nerviosa. Al oír que el coche de Amy se alejaba, se sintió más tranquila.
Adam tardaría aún una hora en llegar a casa. Después de hablar con Scott Covey había quedado para jugar al golf con tres de los amigos que habían asistido a la fiesta de Elaine.
«Bueno, a lo mejor se cansan de tanto "te acuerdas de cuando…" —pensó, pero luego se sintió un poco culpable—. A Adam le encanta el golf y tiene muy pocas oportunidades de jugar. Además, está bien que tenga amigos aquí. Lo que pasa es que estoy muy confusa. Primero el ruido del tren, luego no me acuerdo de haber cambiado a Hannah de cuna y por fin no estoy totalmente segura de no haber estado en el balcón de la viuda cuando a Amy le pareció verme. Pero me volveré loca si Adam insiste en que haya siempre alguien conmigo».
No le gustaba recordar el mes que había seguido al nacimiento de Hannah; sufría frecuentes ataques de ansiedad y tenían una enfermera en casa constantemente. Todavía oía la voz bienintencionada pero increíblemente irritante que la instaba una y otra vez a alejarse de la niña. «Señora Nichols, ¿por qué no va a descansar un rato? Yo me ocuparé de Hannah».
No podía permitir que volviera a ocurrir. Se acercó al fregadero y se lavó la cara con agua fría. «Tengo que vencer estos recuerdos, estos vacíos mentales», se dijo.
Menley se instaló ante la mesa de la cocina y volvió a sumergirse en las carpetas de Phoebe Sprague. La que estaba etiquetada «Naufragios» era interesantísima. Balandras, paquebotes, goletas y buques balleneros. Durante los siglos XVII y XVIII se hundieron muchos en la zona a causa de los temporales, incluso delante mismo de aquella casa. En aquella época el banco de Monomoy era conocido como «el cementerio blanco del Atlántico».
Había una referencia al Godspeed, que en una dura batalla había vencido a los «rudos tripulantes de un buque pirata», y cuyo capitán, Andrew Freeman, arrió personalmente la «bandera ensangrentada» que los piratas habían izado hasta lo alto del mástil.
«El lado duro del capitán —pensó Menley—. Debió de ser un tipo interesante». Estaba empezando a formarse una idea de él. Rostro enjuto, piel arrugada y curtida por el sol y el viento, barba recortada, rasgos fuertes e irregulares dominados por unos ojos penetrantes. Cogió el cuaderno de dibujo y con trazos rápidos y seguros plasmó la imagen mental en el papel.
Eran las tres y cuarto cuando volvió a levantar la vista. Adam llegaría enseguida y Hannah debía de estar a punto de despertar. Sólo tenía tiempo para mirar otra carpeta. Eligió la que llevaba la etiqueta «Salas de reunión». En aquella época, las salas de reunión eran las iglesias.
Phoebe Sprague había copiado viejas crónicas que le habían parecido interesantes. Aquellas páginas contenían historias de vehementes clérigos que desde el pulpito predicaban «la bondad de Dios» y «la maldad del demonio»; tímidos pastores jóvenes que aceptaban agradecidos el salario de cincuenta libras al año «casa, tierra y una buena cantidad de leña cortada y transportada hasta la puerta». Evidentemente era corriente que un miembro de la congregación fuera multado por pequeñas violaciones del día de descanso. Había una larga lista de infracciones menores, como silbar o dejar que se escapara un cerdo el Día del Señor.
Y entonces, cuando estaba a punto de cerrar la carpeta, Menley dio con el nombre de Mehitabel Freeman.
El 10 de diciembre de 1704, en una reunión, varias amas de casa se levantaron para declarar que el mes anterior, mientras el capitán Andrew Freeman estaba en el mar, habían visto a Tobias Knight visitar a Mehitabel Freeman «a horas impropias».
Según el relato, Mehitabel, que estaba embarazada de tres meses, se apresuró a negar la acusación con firmeza, pero Tobías Knight, «humilde y contrito, confesó el adulterio y aprovechó la oportunidad para limpiar su alma».
La decisión de los eclesiásticos fue alabar a Tobias Knight por el pío arrepentimiento de sus pecados y «negarse a someterlo a castigo público pero condenarlo a pagar la cantidad de cinco libras a los pobres del municipio por dicha ofensa». A Mehitabel le dieron oportunidad de confesar su infidelidad, pero su férrea negativa y la severa denuncia tanto por parte de Tobias Knight como de sus acusadoras determinaron su destino.
Se decidió que en la primera reunión que celebrara el municipio seis semanas después del parto «la adúltera Mehitabel Freeman se presentaría para recibir cuarenta azotes menos uno».
«Dios mío —pensó Menley—. Qué horror. No debía de tener más de dieciocho años y, según su marido, era "de complexión y salud delicadas"».
Había una anotación manuscrita de Phoebe: «El Godspeed regresó de una travesía a Inglaterra el 1 de marzo y volvió a zarpar el 15 de marzo. ¿Estuvo presente el capitán durante el nacimiento de su hija? El 30 de junio se encuentra registrado el nacimiento de una hija de Andrew y Mehitabel, de modo que al parecer no se planteó la duda de quién era el padre. El capitán regresó a mediados de agosto, que debió de ser cuando se ejecutó la sentencia. Volvió al mar de inmediato, con la niña, y estuvo fuera casi dos años. El siguiente regreso del Godspeed está registrado en agosto de 1707».
«Todo ese tiempo, Mehitabel no sabía dónde estaba su hija ni si estaba viva», pensó Menley.
—¡Oye, sí que te entusiasman esos papeles!
Menley alzó la vista sobresaltada.
—¡Adam!
—¡El mismo!
Sonreía. La visera de la gorra proyectaba una sombra sobre su rostro, pero llevaba el cuello del polo azul desabrochado y se le veía la piel tostada por el sol, igual que los brazos y las piernas. Se inclinó sobre Menley y la rodeó con sus brazos.
—Te veo tan concentrada en esos papeles que no tiene sentido que te pregunte si me has echado de menos.
Menley hizo un esfuerzo para regresar al presente y apoyó la cabeza en los brazos de él.
—He contado todos los minutos que han pasado desde que te has ido.
—Eso sí que es grave. ¿Cómo está la princesa?
—Dormida.
Menley levantó la vista y advirtió que Adam miraba el interfono. «Está comprobando si está encendido —pensó. Un grito desgarrador atravesó su mente—. Ay, amor mío, ¿por qué no puedes confiar en mí?».