Amy llegó a las nueve y media. Saludó a Menley y, en lugar de acercarse inmediatamente a Hannah, se entretuvo junto a la mesa de la cocina, en la que se amontonaban los libros y carpetas que Menley estaba estudiando.
—Señora Nichols, anoche Elaine y mi padre hicieron una barbacoa en casa y vino Scott Covey. ¡Es guapísimo!
«Así que por eso tiene los ojos tan relucientes esta mañana», pensó Menley.
—¡Ya lo creo! —corroboró.
—Me alegro de que lo represente el señor Nichols. Es muy simpático y la policía se lo está haciendo pasar fatal.
—Eso parece.
—Es curioso que justo un par de días antes de que muriera su mujer estuvieran mirando esta casa.
—Sí que lo es.
—Estuvo hablando conmigo un rato. Su madre murió y su padre se casó con otra. Me dijo que al principio se resistía a aceptarla, pero que luego se arrepintió de haber perdido tanto tiempo siendo antipático con ella. Ahora son muy amigos.
—Me alegro de que te contara esas cosas. ¿Ves ahora con mejores ojos el que tu padre vuelva a casarse?
—Supongo que sí —respondió Amy, y soltó un suspiro—. Me hizo ver que podía salir bien.
Menley se levantó y puso sus manos sobre los hombros de la muchacha.
—Saldrá mejor que bien. Ya lo verás.
—Supongo que sí —dijo Amy—. Es que… No, todo irá bien. Yo sólo quiero que mi padre sea feliz.
Hannah estaba en el parque observando un sonajero y de pronto se puso a agitarlo vigorosamente. Menley y Amy la miraron y se echaron a reír.
—No le gusta que no le hagan caso —dijo Menley—. ¿Por qué no la pones en el cochecito y os vais a sentar en el jardín un rato?
Cuando se marcharon, Menley abrió los archivadores de la señora Sprague, apiló su contenido sobre la mesa de la cocina e intentó empezar a clasificar de alguna manera los papeles, libros y recortes de periódico. Era el cofre del tesoro de cualquier historiador. Había copias de cartas del siglo XVII, facturas, árboles genealógicos, mapas antiguos y páginas y páginas de las notas que había tomado Phoebe Sprague sobre sus fuentes.
Menley descubrió carpetas etiquetadas sobre docenas de temas, entre ellos: naufragios, piratas, saqueadores nocturnos, salas de reunión, casas, capitanes. Tal como le había advertido Henry Sprague, dentro de las carpetas los papeles estaban totalmente desordenados. Simplemente estaban allí, algunos doblados, otros arrancados de algún sitio, otros con párrafos subrayados.
Menley decidió echar una ojeada a todas las carpetas para orientarse sobre lo que contenían e intentar formarse una idea general. También estaba atenta por si descubría alguna referencia al capitán Andrew Freeman, con la esperanza de averiguar algo más de Recuerda.
Una hora más tarde encontró la primera. En la carpeta etiquetada «Casas» se hacía referencia a una vivienda que Tobias Knight le estaba construyendo al capitán Andrew Freeman. «Una edificación de considerable tamaño, para albergar las mercancías que ha transportado». Estaba fechada en 1703. «Debe de referirse a esta casa», pensó Menley.
En esa misma carpeta encontró una copia de una carta que el capitán Freeman le había mandado a Tobías Knight dándole instrucciones sobre la casa. Una frase le llamó la atención: «Mehitabel, mi esposa, es de complexión y salud delicadas. Los tablones deben estar muy bien unidos para que no dejen pasar ninguna corriente de aire que pueda afectar su salud».
«Mehitabel. Es la mujer infiel. "De complexión y salud delicadas" —pensó Menley—. "… para que no dejen pasar ninguna corriente de aire que pueda afectar su salud." ¿Por qué iba a engañar a un hombre que se preocupaba tanto por ella?». Echó la silla hacia atrás, se levantó, se dirigió al salón del frente y se puso a mirar por la ventana. Amy había colocado el cochecito cerca del borde del acantilado y estaba sentada al lado, leyendo.
¿Cuánto tiempo habría vivido Mehitabel en aquella casa? ¿Habría estado alguna vez enamorada del capitán Freeman? Cuando esperaba que regresara de alguna travesía, ¿subía al balcón de la viuda para ver si se divisaba su barco?
Le había preguntado a Adam qué era aquel balconcito que coronaba los tejados de muchas casas de Cape Cod, y él le explicó que se llamaba balcón de la viuda porque en aquellos tiempos, cuando se esperaba el regreso de algún capitán, su mujer montaba guardia allí tratando de divisar los mástiles de su barco en el horizonte. Eran tantos los barcos que nunca regresaban que con el tiempo pasó a llamarse balcón de la viuda.
Pensó que el de aquella casa debía de tener una vista impresionante del mar. Se imaginaba a una joven esbelta de pie en él. Sería uno de los dibujos que haría para ilustrar el libro.
Miró el cochecito donde dormía Hannah al sol y sonrió. De repente se sintió en paz. «Estoy bien —se dijo—. Me preocupo demasiado. Trabajar siempre me devuelve el equilibrio».
Regresó a la cocina y empezó a repasar más carpetas y a hacer sus propias listas: nombres típicos de la época, descripciones de ropa, referencias al tiempo.
Cuando miró el reloj eran las doce y cuarto. «Más vale que empiece a pensar en el almuerzo», se dijo, y salió a buscar a Amy y a Hannah, que seguía durmiendo tranquilamente.
—Este aire es como un sedante, Amy —dijo Menley sonriendo—. Y pensar que esta niña se ha pasado las seis primeras semanas de su vida sin pegar ojo.
—Se ha quedado así en cuanto el cochecito ha empezado a moverse. Debería cobrarle la mitad.
—Nada de eso. Gracias a que estás aquí he disfrutado de un par de horas estupendas. El material que he estado estudiando es fantástico.
Amy la miró con curiosidad.
—Ah, me ha parecido verla allí arriba —dijo señalando el balcón de la viuda.
—Amy, a excepción de un momento que he estado mirando por la ventana de abajo, no me he movido hasta ahora. —Haciendo visera con las manos, Menley miró hacia el balcón—. Hay un trozo de metal suelto en la chimenea de la izquierda. Por la manera en que le da el sol, parece que se mueve algo.
Amy no parecía muy convencida, pero asintió con la cabeza y dijo:
—Bueno, cuando he mirado me daba el sol en los ojos y no veía bien. Supongo que me he imaginado que era usted.
Luego, mientras Amy le daba de comer a Hannah, Menley subió a la planta superior. En el armario había una escalera plegable por la que se accedía al balcón. Al abrir el armario sintió una ráfaga de aire frío. «¿De dónde vendrá esta corriente?», se preguntó.
Desplegó la escalera, se encaramó a los travesaños, descorrió el cerrojo, abrió la trampilla y salió. Con cuidado, fue tanteando el suelo. Era seguro. Dio unos pasos y apoyó las manos en la barandilla, que le llegaba casi hasta la cintura. También estaba bien fija.
¿Qué había visto Amy que pudiera parecerle que era ella? El balcón medía unos tres metros cuadrados y en los costados estaba limitado por las dos gruesas chimeneas. Lo atravesó y miró hacia el lugar, situado a más de treinta metros de distancia, donde había estado sentada Amy. Luego se volvió a observar el espacio que había a sus espaldas.
¿Era el trozo de metal de la chimenea de la izquierda lo que había visto Amy? Los rayos de sol reflejados por el metal creaban sombras danzarinas.
«Sigo sin entender cómo ha podido confundirse —pensó mientras bajaba la escalera tiritando—. Caramba, qué frío hace aquí».
Al llegar al pie de la escalera la asaltó una idea y se quedó inmóvil. ¿Era posible que Amy tuviera razón? «¿Al imaginarme a Mehitabel escudriñando el horizonte desde el balcón de la viuda, la veía con tanta claridad porque yo misma había subido aquí arriba? ¿Puedo estar teniendo alucinaciones?». La posibilidad de que así fuera hizo que se sintiese desesperada.