«Debe de ser Adam. Dijo que llamaría hacia esta hora». Menley se apoyó a la niña en el hombro mientras cogía el teléfono.
—Venga, Hannah —murmuró—. Te has terminado la mitad del segundo biberón. A este ritmo serás la única niña de tres meses que tenga que apuntarse a un programa de adelgazamiento.
Sostuvo el auricular entre la oreja y el hombro mientras le acariciaba la espalda a la niña. No era Adam, sino Jane Pierce, jefa de redacción de la revista Travel Times. Como de costumbre, Jane no se anduvo por las ramas.
—Menley, vais a ir a Cape Cod en agosto, ¿verdad?
—Crucemos los dedos —respondió Menley—. Anoche nos enteramos de que la casa que íbamos a alquilar tiene graves problemas de tuberías. Siempre he odiado los orinales, así que esta mañana Adam ha ido a ver si conseguía otra cosa.
—Ya es bastante tarde para encontrar algo, ¿no? —preguntó Jane.
—Tenemos una cosa a nuestro favor. Una vieja amiga de Adam es propietaria de una inmobiliaria. Ella nos encontró la primera casa y jura que tiene otra fantástica para sustituirla. Esperemos que a Adam también se lo parezca.
—En ese caso, si subís…
—Jane, si subimos voy a investigar para otro libro de la serie de David. Adam me ha hablado tanto de Cape Cod que a lo mejor me apetece ambientar el próximo allí. —David era el niño de diez años que constituía el personaje recurrente en la serie de novelas que había convertido a Menley en una conocida autora de libros infantiles.
—Te estoy pidiendo un favor, Menley, pero para este artículo necesito esa manera especial que tienes de meter los antecedentes históricos —suplicó la editora.
Cuando Menley colgó el teléfono quince minutos más tarde, la habían convencido de que escribiera un artículo sobre Cape Cod para Travel Times.
—Bueno, Hannah —dijo después de darle a la niña un último golpecito en la espalda—. Hace diez años Jane me dio la primera oportunidad, ¿no? Es lo menos que puedo hacer por ella.
Pero Hannah dormía la mar de feliz sobre su hombro. Menley se acercó a la ventana. El piso vigésimo octavo de East End Avenue tenía una vista magnífica del East River y de los puentes que lo atravesaban.
Regresar a Manhattan desde Ray después de perder a Bobby le había permitido mantener la cordura, pero una escapada en agosto no estaría nada mal. Después del primer ataque de ansiedad, el ginecólogo le aconsejó que fuera a ver a un psiquiatra.
—Tiene lo que se llama estrés postraumático, cosa qué no es inusual después de pasar un miedo muy intenso, pero existe tratamiento y se lo recomiendo.
Empezó a ir semanalmente a una psiquiatra, la doctora Kaufman, quien la animó con entusiasmo a que se tomara unas vacaciones.
—Los episodios son comprensibles y, a la larga, beneficiosos. Durante los dos años posteriores a la muerte de Bobby, lo ha negado todo. Ahora que tiene a Hannah, por fin le está plantando cara a la situación. Tómese unas vacaciones. Váyase lejos. Diviértase. Siga tomando la medicación y, naturalmente, llámeme siempre que me necesite. Si no hay novedad, nos veremos en setiembre.
«Lo pasaremos bien», pensó Menley. Llevó a la niña dormida a su cuarto, la acostó, la cambió rápidamente y la tapó.
—Ahora sé buena y duerme una siesta bien larga —susurró.
Sentía tensión en los hombros y en el cuello, de modo que extendió los brazos e hizo girar la cabeza. La cabellera castaña que Adam describía como «del color del jarabe de arce» rozó el cuello del chándal. Desde siempre, Menley había querido ser más alta, pero a los treinta y un años ya se había resignado a medir permanentemente un metro sesenta y cuatro. «Al menos puedo ser fuerte», se consolaba, y su cuerpo delgado pero robusto era testigo de sus viajes diarios al gimnasio del primer piso del edificio.
Antes de apagar la luz, miró atentamente a la niña. «Milagro, milagro», pensó. Ella había crecido con un hermano mayor que la había convertido en una pequeña marimacho. Como consecuencia de ello, siempre había despreciado las muñecas y prefería jugar a la pelota que a papas y mamas. Se encontraba a gusto en compañía de los chicos y de adolescente se convirtió en confidente y niñera favorita de sus dos sobrinos. Pero nada la había preparado para el torrente de amor que sintió cuando nació Bobby, y que ahora volvía a sentir ante aquella niñita perfectamente formada, de carita redonda y, a veces, un poco gruñona.
En el preciso momento en que llegaba a la sala de estar sonó el teléfono. «Seguro que es Adam y que estaba llamando mientras yo hablaba con Jane», pensó, y corrió a contestar.
Era Adam.
—Hola, mi amor —dijo ella—. ¿Has encontrado casa?
Él hizo como si no oyera la pregunta.
—Hola, cariño. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está la niña?
Menley hizo una breve pausa. Sabía que no podía culparlo por estar preocupado, pero no pudo evitar pincharle un poco.
—Yo estoy bien, pero no he vuelto a mirar a Hannah desde que te has ido esta mañana —dijo—. Espera un momento, voy a ver.
—¡Menley!
—Perdona, Adam, pero es que tienes un modo de preguntar… como si esperaras malas noticias.
—Mea culpa —respondió él, arrepentido—. Es que os quiero tanto a las dos que sólo deseo que todo salga bien. Estoy con Elaine. Tenemos una casa fantástica. Una vieja casa de capitán de casi trescientos años en Morris Island, Chatham. La ubicación es magnífica, un acantilado desde donde se domina el mar. Te encantará. Y hasta tiene nombre: Recuerda. Ya te lo contaré todo cuando llegue a casa. Saldré después de cenar.
—Son cinco horas de camino —protestó Menley—, y hoy ya lo has hecho una vez. ¿Por qué no te quedas a dormir y sales mañana temprano?
—Me da lo mismo que sea tarde. Esta noche quiero estar con vosotras. Te quiero.
—Yo también —repuso Menley sentidamente.
Una vez que se hubieron despedido, colgó y dijo para sí: «Espero que la verdadera razón de que tengas tanta prisa en volver no sea que te da miedo dejarme sola con la niña».