—Me parece que ha sido buena idea dejar a Hannah con Amy durante un par de horas —dijo Adam mientras pasaban por delante del faro y cruzaban el centro de Chatham—. Tengo entendido que Phoebe no aguanta muy bien las visitas. También supongo que no podrá decirte nada de sus notas, pero me alegro mucho de que Henry estuviera tan dispuesto en enseñártelas.
—Yo también. —Menley trató de parecer entusiasmada, pero tenía que esforzarse. Pensó que aquél podía haber sido un día perfecto. Habían pasado un par de horas en la playa y luego habían leído los periódicos dominicales mientras Hannah dormía la siesta. A eso de las tres y media, cuando estalló la tormenta, se acercaron a la ventana y se pusieron a mirar cómo la lluvia azotaba la superficie del mar y las olas se alzaban con furia. Había sido un día tranquilo en el que habían compartido el tiempo y las cosas, como los que solían pasar antes. Pero ahora en la mente de Menley siempre estaba presente el espectro de la crisis. «¿Qué me ocurre?», se preguntó. No le había contado a Adam el ataque de pánico que había tenido en el paso a nivel, aunque lo hubiera comprendido. Pero decirle que la noche que había estado en Nueva York la despertó el sonido de un tren que parecía estar pasando por en medio de la casa… ¿Qué pensaría un ser humano racional de semejante historia? ¿Y cómo podía decirle que no recordaba haber estado en la habitación de la niña la noche anterior? ¡No, jamás!
Habría parecido que le estaba haciendo un reproche si le contaba que en la fiesta de Elaine se había sentido marginada por la camaradería de que había sido testigo pero no había podido compartir. «Tengo muchos amigos —se tranquilizó Menley—. Lo que ocurre es que aquí soy una extraña. Si decidimos comprar Recuerda, con el tiempo los conoceré a todos perfectamente. E invitaré a mis propios amigos».
—De pronto te has quedado muy callada —dijo Adam.
—Soñaba despierta.
El sábado por la tarde el tráfico era intenso y avanzaban lentamente por la calle principal. En el cruce giraron a la izquierda y recorrieron otro kilómetro y medio hasta llegar a la casa de los Sprague, en Oyster Pond.
En el momento en que Adam frenaba delante de la casa, salía un Chevy azul. Henry Sprague estaba en la puerta. Los saludó cordialmente, pero era evidente que algo le preocupaba.
—Espero que Phoebe se encuentre bien —le susurró Adam a Menley mientras lo seguían hasta el jardín trasero.
Henry le había advertido a su mujer que iban a venir y la señora Sprague fingió reconocer a Adam y dirigió a Menley una sonrisa distraída.
«Alzheimer —pensó Menley—. Qué horrible perder el contacto con la realidad». En el hospital Bellevue su madre había tenido pacientes con esa enfermedad en la planta que supervisaba. Menley trató de recordar algunas de las cosas que le contaba sobre los métodos que empleaban para ayudarlos a recuperar la memoria.
—Usted ha investigado mucho sobre la historia de Cape Cod —dijo—. Yo voy a escribir un cuento infantil ambientado aquí en el siglo XVII.
La señora Sprague asintió con la cabeza pero no respondió. Henry Sprague le estaba hablando a Adam de la visita de Nat Coogan.
—Tenía la sensación de ser un chismoso —dijo—, pero ese Covey tiene algo que me suena a falso. Si hay alguna posibilidad de que dejara ahogar a esa pobre chica…
—Elaine no lo cree, Henry. La semana pasada le dijo a Scott que viniera a verme y he accedido a representarlo.
—¡Tú! Pensaba que estabas de vacaciones, Adam.
—Y se supone que lo estoy, pero es evidente que Covey tiene motivos para estar preocupado. La policía se ha propuesto acorralarlo. Necesita que alguien lo defienda.
—Entonces estoy hablando más de la cuenta.
—No. Si llega a ser acusado formalmente, la defensa tiene derecho a saber qué testigos se van a citar. Quiero hablar con esa Tina personalmente.
—Menos mal. —Henry Sprague dejó escapar un suspiro de alivio y se volvió hacia Menley—. Esta mañana he reunido lo que he podido encontrar de la documentación de Phoebe sobre la historia de Cape Cod. Yo siempre le decía que sus notas eran una vergüenza para alguien que entregaba ensayos y artículos pulidos. —Soltó una risita—. Me contestaba que trabajaba en un caos ordenado. Voy a buscarlo.
Entró en la casa y regresó al cabo de unos minutos con un montón de archivadores marrones.
—Los cuidaré muy bien y se los devolveré antes de que regresemos a Nueva York —prometió Menley contemplando el material con ansia—. Será un privilegio leer esto.
—Henry, estamos pensando seriamente en la posibilidad de comprar Recuerda —dijo Adam—. ¿Ha estado allí desde que la restauraron?
La expresión de Phoebe Sprague cambió súbitamente para adoptar un aspecto atemorizado.
—No quiero ir a esa casa —dijo—. Me obligaron a meterme en el mar. Eso mismo le van a hacer a la mujer de Adam.
—Querida, estás confundida. Tú no has estado en Recuerda —dijo Henry con tono de infinita paciencia.
—Pues me lo pareció —dijo ella, vacilando.
—No, estabas en la playa que hay cerca. Y ésta es la mujer de Adam.
—¿Ah sí?
—Sí, querida. —Henry bajó la voz y dirigiéndose a Menley y a Adam, les explicó—: Hace unas semanas Phoebe salió de casa a eso de las ocho de la noche. Todo el mundo tuvo que ponerse a buscarla. Siempre nos había gustado pasear por esa playa y decidí acercarme hasta allí. La encontré en el agua, no lejos de vuestra casa. Si tardo unos minutos más, habría sido demasiado tarde.
—No les vi la cara pero los conozco —dijo Phoebe Sprague con tristeza—. Querían hacerme daño.