Nat Coogan y su mujer, Debbie, tenían una lancha fuera de borda de seis metros de eslora. La habían comprado de segunda mano cuando los chicos eran pequeños, pero gracias a los cuidados que le había prodigado Nat, todavía se hallaba en muy buen estado. Puesto que los chicos iban a pasar la tarde en Fenway Park mirando el partido de los Red Sox, Nat le había propuesto a Debbie salir a comer en el barco.
—Si a ti no te gusta comer al aire libre —dijo ella dubitativa.
—Lo que no me gusta es sentarme sobre la hierba para que las hormigas lo invadan todo.
—Pensaba que ibas a ir a echar un vistazo a las langosteras y que luego ibas a venir a mirar el partido. —Debbie se encogió de hombros y prosiguió—: Aquí pasa algo que no entiendo, pero me da igual. Voy a preparar unos bocadillos.
Nat miró a su mujer cariñosamente. «Es imposible engañarla», pensó.
—No, tú descansa un poco. Yo me encargo de todo. Se fue a la charcutería y compró salmón, paté, pan y uvas. «Tenemos que hacer exactamente lo mismo que ellos», pensó.
—¡Qué categoría! —Observó Deb al meter la comida en una cesta—. ¿Se les habían acabado las salchichas? —No. Esto es lo que quería —respondió él al tiempo que sacaba una botella de vino de la nevera. Debbie se fijó en la etiqueta.
—¿Es que te sientes culpable por algo? Este vino es muy caro.
—Ya lo sé. Venga, han dicho que luego cambiará el tiempo.
Echaron el ancla exactamente a una milla y media de la isla de Monomoy. Nat no le dijo a su mujer que era el sitio donde Vivian Covey había pasado las últimas horas de su vida, porque podía ponerse nerviosa.
—Esta excursión está muy bien —dijo Debbie—. Pero ¿por qué les has cogido de repente tanta manía a las tumbonas?
—He pensado que sería interesante cambiar —respondió él. Extendió una vieja manta sobre la cubierta y colocó encima la comida. Había llevado almohadones para sentarse. Una vez que todo estuvo dispuesto, sirvió el vino.
—Oye, tranquilo —protestó Debbie—, que no quiero ponerme trompa.
—¿Por qué no? Cuando terminemos podemos echarnos a dormir una siesta.
El sol apretaba y el barco se balanceaba suavemente. Empezaron a tomar sorbitos de vino y a picar un poco de queso, de paté y de uvas. Una hora más tarde, Debbie miró soñolienta la botella vacía.
—Mira, ya nos la hemos bebido.
Nat envolvió la comida que había sobrado y la metió en la cesta.
—¿Quieres tumbarte? —preguntó mientras disponía las almohadas, una al lado de la otra, sobre la manta. Sabía que Debbie no solía beber de día.
—Buena idea —dijo ella. Se acomodó y cerró los ojos de inmediato.
Nat se tendió a su lado y empezó a revisar lo que había ido averiguando los últimos días. El viernes, después de mirar de nuevo las fotografías de la autopsia, había pasado por casa de Scott Covey. La explicación que le dio acerca de que era posible que su esposa se hubiera cambiado el anillo de esmeraldas de mano le pareció un poco forzada y, tal vez, preparada.
Miró la botella vacía, que se iba calentando al sol. El informe de la autopsia indicaba que Vivian Carpenter había consumido varios vasos de vino poco antes de morir, pero al preguntarles a sus padres por sus costumbres respecto de la bebida, los dos le dijeron que no solía beber de día. Como a Debbie, un solo vaso de vino le daba sueño, sobre todo si estaba al sol.
¿Era lógico que alguien que se encontraba adormilado por haber bebido vino y que estaba aprendiendo a bucear insistiera en acompañar a su marido a dar una vueltecita por el fondo del mar?
A Nat le parecía que no.
A las tres en punto percibió un leve cambio en el movimiento del barco. Habían anunciado chubascos intensos para las tres y media.
Nat se levantó. Estaban situados en línea recta respecto de la entrada del puerto y vio que de todas direcciones se acercaban pequeñas embarcaciones en busca de refugio.
Covey afirmaba que Vivian y él llevaban unos veinte minutos en el agua cuando estalló la tormenta. Eso quería decir que al levantarse de la siesta tuvo que ver que los otros barcos pequeños se dirigían a puerto. Tuvo que notar que la corriente se estaba volviendo más fuerte.
«En ese momento, cualquiera que tuviese dos dedos de frente habría puesto la radio para oír el informe meteorológico», pensó Nat.
Deb abrió los ojos y se incorporó.
—¿Qué haces?
—Estoy pensando. —La miró desperezarse—. ¿Quieres que nos demos un bañito?
Debbie volvió a tumbarse y cerró los ojos.
—Ni hablar —murmuró—. Tengo demasiado sueño.