Henry y Phoebe Sprague estaban sentados a una mesa de la terraza del Wayside Inn. Por primera vez aquel verano Henry había sacado a Phoebe a almorzar fuera un domingo, y en los labios de ésta se dibujaba una sonrisa. Siempre le había gustado observar a la gente y aquel día la calle principal de Chatham estaba muy animada. Turistas y lugareños iban de compras y entraban y salían de las tiendas o se dirigían a alguno de los numerosos restaurantes. Henry echó una ojeada a la carta que le había entregado la camarera. «Pediremos huevos Benedict —pensó—. A Phoebe siempre le ha gustado cómo los hacen aquí».
—Buenos días. ¿Saben ya lo que van a tomar?
Henry levantó la vista y se quedó mirando a la preciosa camarera. Era Tina, la chica que había visto en el bar de enfrente de la peluquería a principios de julio, la misma que, según Scott Covey, trabajaba como actriz en el teatro Cape.
En el rostro de ella no había indicios de que lo hubiera reconocido, pero era lógico, porque aquel día apenas había tenido tiempo de mirarlo antes de salir corriendo del bar.
—Sí, ya estamos listos para pedir.
Durante toda la comida, Henry Sprague no dejó de hacer comentarios sobre los transeúntes.
—Mira, Phoebe, los nietos de Jim Snow. ¿Te acuerdas cuando íbamos al teatro con los Snow?
—Deja de preguntarme si me acuerdo. Claro que me acuerdo —le espetó Phoebe, y tomó otro sorbo de café. Un instante después, se inclinó hacia adelante y se puso a mirar a su alrededor; sus ojos pasaban rápidamente de una mesa a otra—. Cuánta gente hay —murmuró—. Quiero irme de aquí.
Henry suspiró. Esperaba que aquella reacción hubiera sido una buena señal. Para alguna gente, la tacrina resultaba un medicamento muy eficaz y detenía temporalmente, e incluso hacía retroceder, el deterioro de los enfermos de Alzheimer. Desde que se lo habían recetado a Phoebe, Henry creyó percibir algún que otro momento de lucidez. ¿Ó acaso se estaba aferrando a un clavo ardiente?
La camarera le trajo la cuenta. Después de depositar el dinero, Henry la miró. La joven tenía una expresión de preocupación y decaimiento; su amplia sonrisa había desaparecido. «Me ha reconocido —pensó Henry—, y se pregunta si la he relacionado con Scott Covey». Se alegró de haberse percatado, pero no estaba dispuesto a enseñar sus cartas. Con una sonrisa impersonal, se levantó y ayudó a Phoebe a hacer lo mismo.
—¿Estás lista, querida?
Al ponerse de pie, Phoebe miró a la camarera.
—¿Cómo estás, Tina? —le preguntó.