Elaine vivía cerca del Chatham Bars Inn, en una casa típica de la zona; databa de 1780 y originalmente había sido una cabaña. A lo largo de los años la habían ido ampliando y reformando hasta conseguir un aspecto que no desentonaba en absoluto con sus impresionantes vecinas.
A las siete en punto hizo una última inspección rápida. La casa estaba resplandeciente. Las toallitas de las invitadas estaban en el tocador, el vino se estaba enfriando y la mesa se hallaba dispuesta. Ella misma había preparado la ensalada de langosta, lo cual había supuesto una tarea larga y fatigosa; el resto del bufé lo había encargado fuera. Esperaba a unas veinte personas en total y había contratado a un camarero para servir y a otro para atender el bar. John se había ofrecido para hacerse cargo de las bebidas, pero Elaine no aceptó.
—Tú eres el anfitrión, ¿no?
—Si eso es lo que quieres.
«Elaine siempre consigue lo que quiere», pensó ella, pues sabía lo que iba a decir John antes de que lo dijera.
—Elaine siempre consigue lo que quiere —dijo John, y soltó una carcajada. Era un hombre corpulento de modales pausados. Tenía cincuenta y tres años y su cabello ralo era ya completamente blanco. Su rostro redondo resultaba franco y agradable—. Ven aquí, cariño.
—John, no me despeines.
—A mí me gustas despeinada, pero no lo haré. Sólo quiero darte un regalito de anfitriona.
Elaine cogió el paquetito.
—Qué amable eres, John. ¿Qué es?
—Un frasco de aceitunas, ¿qué va a ser? Ábrelo.
Era un frasco de aceitunas, pero parecía que dentro sólo había papel de seda azul.
—¿A qué viene esto? —preguntó Elaine mientras desenroscaba la tapa del bote y metía los dedos dentro para tirar del papel.
—Con cuidado —le advirtió él—. Esas aceitunas son muy caras.
Sostuvo el papel en una mano y lo abrió con la otra. Dentro había unos pendientes de ónice en forma de media luna bordeada de diamantes.
—¡John!
—Me dijiste que te ibas a poner una falda negra y plateada, así que pensé que tenías que llevar unos pendientes a juego.
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
—Eres demasiado bueno conmigo. No estoy acostumbrada a que me mimen.
—Va a ser un placer mimarte. Ya has trabajado bastante, y bastante tiempo; te lo mereces. —Le cogió el rostro entre las manos y acercó sus labios a los de ella.
—Gracias —dijo Elaine.
En ese momento sonó el timbre. Había alguien al otro lado de la puerta de tela metálica.
—¿Por qué no dejáis de besuquearos y venís a abrir la puerta?
Habían llegado los primeros invitados.
«Es una fiesta muy agradable», se dijo Menley mientras volvía de la mesa donde estaba colocado el bufé y ocupaba su asiento en el sofá. Entre los presentes había seis parejas que siempre había veraneado en Cape Cod y a algunas les había dado por ponerse a recordar.
—Adam, ¿te acuerdas de aquella vez que te llevaste el barco de tu padre a Nantucket? No se puso nada contento.
—Se me olvidó contarle nuestros planes —dijo Adam sonriendo.
—Pues mi madre se puso como una fiera —intervino Elaine—. No paraba de reñirme por ser la única chica entre cinco chicos. «¿Qué pensará la gente?», decía.
—Las demás estábamos muy ofendidas porque no nos invitasteis —dijo la morena de Eastham—. Todas estábamos enamoradas de Adam.
—¿No estabas enamorada de mí? —protestó su marido.
—Eso no fue hasta el año siguiente.
—¿Y la vez que hicimos el agujero para cocinar las almejas…? Casi me rompo la cabeza cogiendo algas… ¿Y aquel idiota que iba corriendo por la playa y casi se cae en el agujero…? El año que…
Menley sonreía y trataba de escuchar, pero tenía la cabeza en otro sitio.
El prometido de Elaine, John Nelson, estaba sentado en la silla que había junto al sofá y se volvió hacia Menley.
—¿Qué hacías tú de jovencita mientras éstos se divertían en Cape Cod?
—Hacía lo mismo que está haciendo Amy ahora, cuidar niños. Fui tres años seguidos a la costa de Nueva Jersey con una familia que tenía cinco hijos.
—Menudas vacaciones.
—No estaba mal. Eran buenos chicos. A propósito, quiero decirte que Amy es una chica estupenda. Se porta muy bien con mi hija.
—Gracias. Pero es un problema que Elaine no le caiga bien.
—¿No crees que cuando vaya a la universidad y haga amigos nuevos cambiará?
—Eso espero. Antes le preocupaba que me quedase solo cuando se fuera a la universidad, y ahora parece que piense que cuando Elaine y yo nos casemos se quedará en la calle. Es ridículo, pero ha sido culpa mía por haberla convertido en la reina de la casa, y claro, ahora no quiere sentirse destronada. —Se encogió de hombros—. Bueno, ya se acostumbrará. Hablando de otra cosa, espero que aprendas a disfrutar de Cape Cod como lo he hecho yo. Vivíamos en Pensilvania y un año decidimos pasar las vacaciones en Cape Cod; a mi mujer le gustó tanto que cogimos los trastos y nos mudamos aquí. De eso hace ya veinte años. Por suerte, pude vender mi agencia de seguros y abrir otra en Chatham. Cuando os decidáis a comprar una casa, dejadlo en mis manos. Hay mucha gente que no entiende de seguros. Es un negocio fascinante.
Diez minutos después, Menley se disculpó para ir a buscar otra taza de café. «Yo no encuentro los seguros tan fascinantes», pensó, y de inmediato se sintió culpable por pensarlo. John Nelson era un hombre agradable, aunque resultara un poco pesado.
Adam se acercó a ella mientras volvía a llenar su taza.
—¿Lo estás pasando bien, cariño? Parecías tan interesada en la conversación con John que no he querido interrumpiros. ¿Qué te parecen mis amigos?
—Estupendos. —Intentó aparentar entusiasmo. La realidad era que hubiera preferido estar en casa a solas con Adam. La primera semana de vacaciones casi había terminado y había pasado dos días en Nueva York. Aquella tarde habían vuelto de la playa para la entrevista con Scott Covey y ahora estaban con toda aquella gente, que para Menley eran unos extraños.
Adam estaba mirando a alguien detrás de ella.
—No he tenido oportunidad de hablar con Elaine en privado —dijo—. Quiero contarle lo de la entrevista con Covey.
Menley recordó que se había puesto contentísima cuando Adam le dijo que había decidido aceptar el caso de Scott Covey.
Sonó el timbre y, sin esperar que salieran a abrir, una mujer de unos sesenta años abrió la puerta de tela metálica y entró. Elaine se levantó de un salto.
—Jan, cuánto me alegro de que haya venido.
—Elaine me ha dicho que había invitado a Jan Paley, la dueña de Recuerda —dijo Adam.
—Ah, qué interesante. Me encantaría hablar con ella.
Menley estudió a la señora Paley mientras ésta saludaba a Elaine. «Atractiva», pensó. Jan Paley no iba maquillada. Su cabello era canoso y lucía un ondulado natural. Tenía el rostro y las manos surcados de finas arrugas, como si no le importaran los efectos del sol. Sonreía cordial y generosamente.
Elaine la condujo hacia Menley y Adam.
—Éstos son sus inquilinos, Jan.
Menley captó la mirada de compasión que Jan le dirigió. Evidentemente, Elaine le había contado lo de Bobby.
—La casa es fantástica, señora Paley —dijo Menley.
—Me alegro de que os guste. —Jan rechazó el ofrecimiento de Elaine de prepararle un plato—. No gracias, vengo de una cena en el club. Con un café bastará.
Era buen momento para que Adam hablara con Elaine de Scott Covey. Los invitados habían empezado a formar grupitos dispersos por la habitación.
—Señora Paley, ¿por qué no nos sentamos? —propuso Menley señalando el sofá de dos plazas.
—Perfecto.
Mientras se acomodaban, Menley oyó el inicio de otra historia sobre alguna aventura de hacía muchos veranos.
—Hace un par de años fui con mi marido a la fiesta de celebración del quincuagésimo aniversario de su graduación de bachillerato —dijo Jan Paley—. Al principio pensaba que me iba a volver loca si seguía oyendo hablar de aquella época, pero cuando se hartaron de contar batallitas lo pasamos muy bien.
—Seguro que aquí ocurrirá lo mismo.
—Tengo que disculparme —dijo Jan—. La mayor parte de los muebles de la casa son horrorosos. No habíamos acabado de reformarla y seguimos usando lo que había allí hasta que llegara el momento de la decoración.
—Los del dormitorio son muy bonitos.
—Sí. Los vi en una subasta y no quise dejar pasar la ocasión. La cunita balancín, en cambio, la encontré en el sótano, debajo de un montón de basura. Es auténtica, de principios del siglo XVII, según creo. Es posible que incluso formara parte de los muebles originales. La casa tiene su historia, ¿sabes?
—La versión que he oído es que un capitán de barco la mandó construir para su esposa y luego la abandonó cuando se enteró de que ella se entendía con otro.
—Eso no es todo. Al parecer, la mujer, Mehitabel, insistía en que era inocente y en su lecho de muerte juró que se quedaría en la casa hasta que le devolvieran a su hija. Pero, claro, la mitad de las casas antiguas de Cape Cod tienen leyendas. Algunas personas la mar de sensatas afirman que viven en casas encantadas.
—¿Encantadas?
—Sí. De hecho, una buena amiga mía compró una casa antigua que estaba hecha una pena porque los propietarios anteriores eran unos chapuceros. Cuando la hubo restaurado y decorado toda, una madrugada, mientras dormían ella y su marido, despertó al oír unos pasos que subían las escaleras. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y jura que vio las huellas de los pasos en la moqueta.
—Yo me habría muerto del susto.
—Pues Sarah dice que experimentó una gran sensación de placidez, como cuando siendo un niño despiertas y tu madre te está arropando. Luego notó un golpecito en el hombro y oyó una voz que le decía: «Estoy muy contenta del modo en que cuidas mi casa». Está convencida de que era la propietaria original, que quería decirle que estaba muy satisfecha con la restauración.
—¿Llegó a ver el fantasma?
—No. Sarah es ahora viuda y bastante mayor. Dice que a veces siente una presencia benévola, como si fueran dos ancianas disfrutando juntas de la casa.
—¿Y usted lo cree?
—Ni creo ni dejo de creer —respondió Jan Paley lentamente.
Menley tomó un sorbo de café y luego hizo acopio de valor para preguntar:
—Mientras vivió en Recuerda, ¿sintió usted en algún momento algo extraño en la habitación donde está la cuna, el cuarto pequeño que hay junto al dormitorio principal?
—No, pero nosotros nunca lo usábamos. Francamente, después de la muerte de mi marido, hace ya un año, durante un tiempo no sabía si quedarme Recuerda o no, pero a veces me sentía tan triste que pensé que lo mejor era venderla. No debería haber dejado a Tom trabajar tanto en la restauración, aunque él disfrutaba haciéndolo.
«¿Por qué siempre nos sentimos culpables cuando perdemos a un ser querido?», se preguntó Menley. Echó una mirada hacia el otro extremo de la estancia. Adam estaba de pie hablando con otros tres hombres. Sonrió con lástima al ver que Margaret, la morena de Eastham, se acercaba al grupo y le sonreía exageradamente a Adam. «¿Quedará todavía algo de aquel enamoramiento? —pensó—. No me extrañaría».
—Le regalé a mi nieto los cuatro libros de David. Son fantásticos. ¿Estás preparando alguno más?
—He decidido ambientar el próximo en el Cape Cod de finales del siglo XVII. Estoy empezando a documentarme un poco.
—La lástima es que si hubiera sido hace unos años habrías podido hablar con Phoebe Sprague. Era una gran historiadora y estaba preparando un libro sobre Recuerda. A lo mejor Henry te deja ver algo del material.
La fiesta terminó a las diez y media. Camino de casa, Menley le mencionó a Adam la sugerencia que le había hecho Jan Paley.
—¿Crees que sería demasiado atrevido pedirle al señor Sprague las notas de su mujer o al menos preguntarle dónde encontró el mejor material de referencia?
—Conozco a los Sprague de toda la vida —dijo Adam—. Pensaba llamarlos de todos modos. ¿Quién sabe? A lo mejor a Henry le apetece dejarte los trabajos de Phoebe.
Cuando llegaron, Amy estaba mirando la televisión en la salita.
—Hannah no se ha despertado —dijo—. He ido a mirarla cada media hora.
Mientras Menley la acompañaba a la puerta, Amy dijo tímidamente:
—Me da vergüenza la tontería que he dicho antes acerca de que había algo raro en la habitación de Hannah. Supongo que es por eso que Carrie Bell iba contando por ahí que la cuna se movía sola y la colcha estaba arrugada como si hubiera alguien sentado encima de la cama.
Menley sintió que se le secaba la garganta.
—Yo no había oído nada de eso, pero es ridículo.
—Sí, supongo que sí. Buenas noches, señora Nichols.
Menley se dirigió directamente al cuarto de la niña. Adam ya se encontraba allí. Hannah dormía apaciblemente en su posición preferida, con los brazos encima de la cabeza.
—Ya no podemos llamarla «gruñoncita» —murmuró Adam.
—¿Cuántos nombres tiene esta pobre criatura? —preguntó Menley al meterse en la cama unos minutos más tarde.
—No puedo ni contarlos. Buenas noches, cariño. —Adam la abrazó—. Espero que lo hayas pasado bien.
—Sí que lo he pasado bien —dijo ella. Luego de una pausa murmuró—: No tengo sueño. ¿Te molesta que lea un rato?
—Ya sabes que soy capaz de dormir aunque haya fuegos artificiales. —Adam aplastó su almohada—. Oye, cuando se despierte Hannah, zarandéame hasta que despierte. Yo me ocuparé de ella. Tú te has levantado temprano toda la semana.
—Estupendo. —Menley cogió las gafas de leer y se sumergió en uno de los libros sobre la historia de Cape Cod que había encontrado en la biblioteca. Era un volumen grueso cuyas páginas polvorientas se quebraban con facilidad si uno no era cuidadoso al volverlas. A pesar de ello resultaba fascinante.
Se sintió intrigada al enterarse de que los chicos salían al mar a los diez años y algunos llegaban a capitanes de sus propios barcos poco después de cumplir los veinte. Decidió que sería interesante que en el libro de David saliera un chico del siglo XVII que se hiciera marino. Llegó a un capítulo que contenía breves biografías de algunos de los más destacados lobos de mar. Uno de ellos le llamó particularmente la atención. El capitán Andrew Freeman, nacido en 1663 en Brewster, empezó a salir al mar siendo todavía un niño y se convirtió en patrón de su propio barco, el Godspeed, a los veintitrés años. Timonel y capitán, tenía fama de no temerle a nada, y hasta los piratas aprendieron a mantenerse alejados de él. Se ahogó en el año 1707, cuando, contra toda lógica, se hizo a la vela sabiendo que se aproximaba una tempestad del noreste. Se le rompieron los mástiles y el barco zozobró con toda la tripulación. Los restos del naufragio se esparcieron a lo largo de kilómetros por el banco de arena de Monomoy.
«Tengo que averiguar más cosas de él», pensó Menley. Cuando a las dos dejó por fin el libro en la mesilla de noche y apagó la luz, sentía la euforia que le sobrevenía cada vez que había conseguido dar forma a un argumento.
Hannah empezó a revolverse a las siete menos cuarto. Tal como había prometido, Menley zarandeó a Adam hasta que éste despertó y volvió a cerrar los ojos. Al cabo de unos minutos, Adam regresó con la niña apoyada en su hombro; todavía medio dormido, preguntó:
—Cariño, ¿por qué cambiaste a la niña de cuna anoche?
Menley se incorporó sobresaltada y lo miró fijamente. Confundida y ligeramente alarmada, pensó: «No recuerdo haber hecho nada, pero si se lo digo Adam pensará que estoy loca». Decidió bostezar y murmurar:
—Hannah se despertó y, como no había manera de que se volviera a dormir, la estuve meciendo un rato.
—Eso pensaba —dijo Adam.
Hannah levantó la cabeza y se volvió. Las cortinas estaban corridas y una tenue luz asomaba por sus bordes. Hannah bostezó y parpadeó, luego sonrió y se desperezó.
Menley pensó que en la oscuridad de la habitación el contorno del rostro de su hija era muy parecido al de Bobby. Y también hacía lo mismo que éste al despertar: bostezaba, sonreía y se desperezaba. Menley alzó la vista hacia Adam. No quería que se diera cuenta de que estaba al borde del pánico. Se frotó los ojos y dijo:
—Estuve leyendo hasta tan tarde que todavía tengo sueño.
—Duerme todo lo que quieras —dijo él—. Toma, dale un beso a la estrella matutina, que me la llevo abajo. Te prometo que la cuidaré bien. —Le acercó a la niña.
—Ya lo sé —dijo Menley. Sostuvo a Hannah a unos centímetros de su rostro y susurró—: Hola, angelito.
Entretanto, pensaba: «Tu padre es capaz de cuidarte perfectamente y te prometo una cosa: Si llega un día en que me dé cuenta de que yo no puedo, desapareceré».