—Es una casa fantástica —dijo Scott Covey mientras seguía a Adam hasta el estudio—. Mi mujer y yo vinimos a verla unos días antes de que muriera. Pensaba hacer una oferta pero, como buena hija de estas tierras, no quería dar la impresión de que le interesaba.
—Sí, Elaine me lo ha contado. —Adam señaló uno de los deteriorados butacones que había junto al ventanal y se sentó en el otro—. No hace falta decir que los muebles son todos usados.
Covey sonrió levemente.
—Viv tenía pensado ir a tiendas de antigüedades y devolverles a las habitaciones el aspecto que tenían a principios del siglo XVIII —dijo—. El verano pasado trabajó un tiempo con un diseñador de interiores. Estaba entusiasmada con la idea de arreglar ella sola esta casa tan grande. —Hizo una pausa y agregó—: Será mejor que vaya al grano. En primer lugar, gracias por recibirme. Ya sé que está de vacaciones y que no lo habría hecho si Elaine no se lo hubiera pedido.
—Eso es cierto. Elaine es una vieja amiga y evidentemente piensa que necesitas ayuda.
Covey levantó las manos en un gesto que indicaba impotencia.
—Señor Nichols…
—Adam.
—Adam, comprendo por qué la gente habla tanto. Yo soy un desconocido y Vivian era rica. Pero juro sobre la Biblia que yo no tenía ni idea de que tuviera tanto dinero. Viv era muy insegura y a veces muy reservada. Ella me quería, pero acababa de empezar a darse cuenta de cuánto la quería yo. Tenía una imagen terrible de sí misma. Temía que la gente sólo se relacionase con ella por su familia y su dinero.
—¿Por qué tenía tan mala imagen de sí misma?
Una expresión de amargura apareció en el rostro de Covey.
—Por culpa de su dichosa familia, que siempre la despreciaba —respondió—. Para empezar, sus padres no querían tenerla, y cuando nació intentaron convertirla en una copia idéntica de sus hermanas. Su abuela era la única excepción. Ella comprendía a Viv, pero por desgracia era una inválida y se pasaba la mayor parte del tiempo en Florida. Viv me contó que su abuela le dejó un fondo en fideicomiso de un millón de dólares y que hace tres años, a los veintiuno, lo heredó. Me dijo que había pagado seiscientos mil dólares por la casa, que vivía de lo que quedaba y que no heredaría nada más hasta que tuviera treinta y cinco años. Para cualquiera, era rica, pero yo tenía entendido que si a ella le sucedía algo lo que quedara del fondo volvería al patrimonio de su abuela. Sí, he heredado la casa, pero no pensaba que aparte de eso tuviera más de un par de cientos de miles de dólares. No tenía ni la más remota idea de que había cobrado ya cinco millones de dólares.
Adam entrelazó los dedos, levantó la vista al techo y como si pensara en voz alta, dijo:
—Aunque sólo hubiera tenido el dinero que te dijo, la gente encontraría motivos para afirmar que, para haber estado casado tres meses, las cosas no te fueron nada mal. —Volvió a mirar a Covey y disparó la siguiente pregunta—: ¿Sabía alguien más que tu mujer no te había informado totalmente acerca de su situación económica?
—No lo sé.
—¿No tenía ninguna amiga íntima que fuera su confidente?
—No, Vivian no tenía lo que se suele llamar amigos íntimos.
—¿Aprobaban sus padres vuestro matrimonio?
—No lo supieron hasta que ya estábamos casados. Fue decisión de Vivian. Quería una boda discreta en el ayuntamiento, una luna de miel en Canadá y luego una fiesta en casa cuando volviéramos. Sé que sus padres se quedaron de una pieza, y no me extraña. Es posible que les contara que yo ignoraba a cuánto ascendía su patrimonio. En cierto modo, por mucho que hiciera para contrariarlos, deseaba desesperadamente su aprobación.
Adam asintió con la cabeza.
—Por teléfono me has dicho que un detective te ha ido a preguntar por un anillo de la familia.
Scott Covey miró directamente a Adam.
—Sí, era un anillo de esmeraldas, una reliquia de la familia, según creo. Recuerdo perfectamente que Viv lo llevaba puesto cuando estábamos en el barco. Lo único que se me ocurre es que tal vez esa mañana decidió cambiárselo a la mano izquierda. Al revisar sus cosas en casa, encontré su anillo de prometida en un cajón. El anillo de boda era un aro estrecho de oro. Siempre llevaba el anillo de prometida y el de boda juntos. —Se mordió el labio—. El de esmeraldas se le había quedado pequeño hasta el punto de que le cortaba la circulación. Esa mañana Viv estuvo tirando de él. Antes de salir a hacer la compra le dije que si quería quitárselo primero se pusiera jabón o algún tipo de grasa. Le salían morados con mucha facilidad. Cuando regresé nos fuimos enseguida y no se me ocurrió preguntarle, y ella tampoco dijo nada. Pero Viv tenía como una superstición con ese anillo. No iba a ningún sitio sin él. Supongo que cuando identifiqué el cadáver y me di cuenta de que no llevaba el anillo me imaginé que era porque tenía la mano derecha mutilada. —De repente contrajo el rostro y se llevó la mano a la boca para sofocar los sollozos que sacudían sus hombros—. Nadie puede entenderlo. Estábamos allí abajo, nadando uno al lado del otro, mirando cómo pasaba un banco de percas rayadas, el agua totalmente en calma y transparente. La expresión de sus ojos era de felicidad, como un niño en un parque de atracciones. Y de repente, en un segundo, todo cambió. —Ocultó el rostro entre las manos.
Adam estudió a Scott C ovey.
—Continúa —dijo.
—El agua se puso gris y se agitó. Me di cuenta de que a Viv le entraba el pánico. Le cogí la mano y se la puse en mi cinturón. Ella sabía que quería decir que no me soltara. Me dirigí hacia el barco, pero estaba muy lejos. El ancla debió de moverse por culpa de la corriente. No avanzábamos, de manera que Viv se soltó y empezó a nadar a mi lado. Comprendí que pensaba que llegaríamos antes si los dos nadábamos. Y entonces, justo cuando emergíamos, vino una ola enorme y ella desapareció. Desapareció. —Apartó las manos del rostro y exclamó—: ¡Dios mío! ¿Cómo puede ocurrírsele a alguien que dejé morir a mi mujer deliberadamente? Me obsesiono pensando que tendría que haber sido capaz de salvarla. Fue culpa mía por no poder encontrarla, pero Dios sabe que lo intenté.
Adam se enderezó. Recordó la noche del día en que Bobby había muerto, cuando Menley, apenas consciente bajo los efectos de los sedantes, sin parar de sollozar, repetía: «Ha sido culpa mía. Ha sido culpa mía…». Puso su mano sobre el hombro de Scott Covey.
—Te representaré Scott —dijo—. E intenta serenarte. Lo superarás. Todo se arreglará.