—Elaine me debe una —murmuró Adam mientras miraba por la ventana de la cocina y veía que entraba un coche en la finca.
Dejaron a Hildy, la señora de la limpieza que había mandado Elaine, haciendo su trabajo, cogieron una cesta con algo de comida y se fueron a la playa. A las dos subieron para que Adam recibiera a Scott Covey tal como habían quedado.
Adam se había duchado y se había puesto unos pantalones cortos y una camiseta; Menley, en cambio, todavía llevaba puesto el bañador y el pareo cuando oyeron llegar el coche de Covey.
—Me alegro de que haya llegado —le dijo Menley a Adam—. Mientras conversáis dormiré una siesta con Hannah. Quiero estar fresca cuando conozca a todos tus viejos amigos.
Elaine iba a dar una cena informal en su casa en honor de los Nichols y había invitado a algunas de las amistades de Adam en Cape Cod. Éste la cogió por la muñeca y dijo:
—Cuando te digan que eres muy afortunada, haz el favor de no llevarles la contraria.
—¡Oh, Adam!
Sonó el timbre. Menley echó un vistazo al fogón. Imposible coger el biberón de Hannah y estar fuera de la cocina antes de que entrara Scott Covey. Sentía curiosidad por conocer al hombre con quien tanto se identificaba, pero también quería mantenerse al margen por si, por algún motivo, Adam decidía no representarlo. Sin embargo, la curiosidad fue más fuerte y decidió quedarse.
Adam se dirigió con paso decidido hacia la puerta.
El saludo que le dedicó a Scott Covey era cordial pero circunspecto.
Menley se quedó mirando fijamente a Covey. No era de extrañar que Vivian se enamorara de él, pensó de inmediato. Era un hombre asombrosamente atractivo. Tenía unos rasgos fuertes pero armoniosos, su cabello era ondulado y rubio oscuro, y lo llevaba corto; estaba muy moreno. A pesar de que era delgado, sus anchas espaldas daban un toque de vigorosidad a su cuerpo. No obstante, cuando Adam se lo presentó, lo que más la impresionó fueron sus ojos. Eran de un intenso color avellana; pero no fue sólo esto lo que la fascinó, sino que vio en ellos la misma angustia que veía en sus propios ojos cuando se miraba al espejo después de la muerte de Bobby.
«Apuesto mi vida a que es inocente», concluyó. Sostenía a Hannah con el brazo derecho, de modo que, sonriendo, se cambió a la niña de brazo y le alargó la mano.
—Me alegro de conocerlo… —dijo, y luego vaciló. Tenía aproximadamente la misma edad que ella y era amigo de una de las mejores amigas de Adam, de manera que ¿cómo debía tratarlo? De usted sonaba demasiado formal—. Scott —decidió, y cogió el biberón de la niña—. Y ahora Hannah y yo os dejamos hablar. —Volvió a vacilar. Era imposible pasar por alto el motivo por el que estaba allí—. Ya sé que te lo dije por teléfono la otra noche, pero lamento mucho lo de tu mujer.
—Gracias. —La voz de Covey era grave, profunda y musical, de ésas que inspiran confianza, pensó Menley.
Al parecer, Hannah no tenía intención de dormirse. Cuando Menley la acostó, empezó a gritar, a dar manotazos al biberón y a quitarse la sábana de encima a patadas.
—A lo mejor te apunto en una agencia de adopciones —la amenazó Menley con una sonrisa, y se quedó observando la antigua cunita balancín—. Qué raro.
Sobre la cama individual de la habitación había dos almohadas. Puso una en la cuna, depositó sobre ella a la protestona Hannah y la tapó con el ligero edredón. Luego se sentó en el borde de la cama y comenzó a mecer la cuna. Las protestas de Hannah fueron acallándose y al cabo de unos minutos se le cerraron los ojos.
Menley también tenía sueño. «Antes de acostarme debería quitarme este traje de baño —pensó—. Pero está completamente seco, de manera que, ¿qué más da?». Se tumbó y se cubrió con la manta de ganchillo que había doblada a los pies de la cama. Hannah gimoteó.
—Bueno, bueno —murmuró Menley alargando la mano para mecer suavemente la cuna.
Cuando un ruido de pasos ligeros la despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado. Al abrir los ojos pensó que debía de haberlo soñado porque no había nadie. Sin embargo, hacía fresco en la habitación. La ventana estaba abierta y debía de haberse levantado un poco de aire. Parpadeó y miró hacia el interior de la cuna. Hannah dormía apaciblemente.
«No te quejarás de las atenciones que recibes —pensó—. Hasta dormida estoy pendiente de ti».
La cunita oscilaba de un lado a otro.