La casa de verano que tenían los Carpenter en Osterville no era visible desde la carretera. Mientras recorría el sendero de entrada, el detective Nat Coogan observó el cuidado césped y los primorosos macizos de flores. «Impresionante —pensó—. Una verdadera fortuna, pero viene de antiguo. Nada ostentoso».
Se detuvo delante de la casa. Era una antigua mansión victoriana con un amplio porche y celosías. Las tablas sin pintar se habían vuelto de un gris apagado, pero los porticones y los marcos de las ventanas relucían con un blanco níveo a la luz del sol de la tarde.
Al llamar aquella mañana para concertar una entrevista, le sorprendió levemente la rapidez con que el padre de Vivian Carpenter accedió a verlo.
—¿Quiere venir hoy mismo, detective Coogan? Esta tarde pensábamos ir a jugar al golf, pero eso podemos hacerlo cualquier día.
No era la reacción que Nat esperaba. Los Carpenter no tenían fama de gente accesible. Se imaginaba que iba a recibir una respuesta poco cordial, que le iban a exigir que explicara para qué quería verlos.
«Interesante», pensó.
Una criada lo acompañó a la galería trasera, donde Graham y Anne Carpenter estaban sentados en sendos sillones de mimbre con vistosos almohadones, tomando té con hielo. En el funeral le había dado la impresión de que eran personas frías. Las únicas lágrimas que había visto verter por Vivian Carpenter Covey eran las de su marido. Al mirar a la pareja que tenía delante se avergonzó de lo equivocado que había estado. Los rostros aristocráticos de aquellos padres estaban visiblemente tensos y reflejaban tristeza.
Lo saludaron con discreción y le ofrecieron té con hielo o lo que le apeteciera beber. Nada más oír su negativa, Graham Carpenter fue directamente al grano.
—No ha venido usted para darnos el pésame, ¿verdad?
Nat había elegido una silla. Se inclinó hacia adelante con las manos entrelazadas, hábito que sus colegas habrían reconocido como la postura que adoptaba inconscientemente cuando tenía la sensación de que se encontraba ante una pista importante.
—Sí que quiero darles el pésame, pero tiene razón, señor Carpenter, no es ése el motivo por el que he venido. Voy a ser un poco brusco. No estoy convencido de que la muerte de su hija fuera un accidente, y hasta que me convenza voy a ir a ver a mucha gente y a hacer muchas preguntas.
Fue como si hubieran sufrido una descarga eléctrica. El letargo desapareció de sus rostros. Graham Carpenter miró a su mujer.
—Anne, ya te había dicho…
—Yo no quería creer… —respondió ella asintiendo.
—¿Qué es lo que no quería creer, señora Carpenter? —preguntó Nat de inmediato.
Le explicaron los motivos que tenían para sospechar de su yerno, pero Coogan los encontró decepcionantes.
—Comprendo lo que representa para ustedes no encontrar ninguna foto de su hija en su propia casa —dijo—, pero, según mi experiencia, cuando ocurre una tragedia de este tipo la gente reacciona de maneras muy distintas. Algunos sacan todas las fotos que encuentran de la persona desaparecida mientras que otros guardan e incluso destruyen las fotos y recuerdos, regalan la ropa, venden el coche del fallecido, e incluso cambian de casa. Es casi como si creyeran que quitando de en medio cualquier cosa que les traiga recuerdos podrán superar más fácilmente el dolor. —Probó una vía distinta—. Ustedes conocieron a Scott Covey cuando ya estaba casado con su hija. Puesto que era un desconocido, debieron de sentirse algo inquietos. ¿Por casualidad investigaron su pasado?
Graham Carpenter asintió con la cabeza.
—Sí. No fue una investigación muy minuciosa, pero todo lo que nos había dicho era cierto. Nació y creció en Columbus, Ohio. Su padre y su madrastra se trasladaron a California. El fue a la Universidad de Kansas, pero lo dejó antes de licenciarse. Intentó abrirse camino como actor, sin embargo no llegó muy lejos y acabó trabajando como gerente de un par de pequeñas compañías teatrales. Así lo conoció Vivian el año pasado. —Sonrió con tristeza—. Vivian insinuó que tenía rentas, pero creo que sólo lo hacía para tranquilizarnos.
—Comprendo. —Nat se puso de pie—. Seré franco con ustedes. Hasta ahora todo lo que me han contado encaja. Su hija estaba loca por Covey y, desde luego, él actuaba como si estuviera enamorado de ella. Pensaban hacer un viaje a Hawai y ella les dijo a varías personas que antes de ir estaba decidida a convertirse en una buena submarinista. Quería hacer todo lo que él hiciera. Covey es muy buen nadador, pero nunca había llevado un barco antes de conocerla a ella. Según la predicción, la tormenta no se esperaba hasta medianoche. En realidad, la experimentada era ella, por lo tanto debería haber puesto la radio para saber cómo evolucionaba el tiempo.
—¿Significa eso que abandona la investigación? —preguntó el señor Carpenter.
—No. Significa sencillamente que, aparte de los factores evidentes de que Vivian era una joven rica y llevaba casada muy poco tiempo con Steve Covey, no tengo nada en qué basarme.
—Ya. Bueno, gracias por informarnos. Lo acompaño.
Habían llegado a la puerta de la galería cuando Anne Carpenter llamó:
—Señor Coogan. —Tanto Nat como Graham se volvieron—. Una cosa más. Ya sé que el cadáver de nuestra hija se encontraba en pésimo estado debido al tiempo que estuvo por el agua y a los efectos de los peces carroñeros.
—Eso me temo —confirmó Nat.
—Anne, querida, ¿por qué te torturas? —protestó su marido.
—No, déjame hablar. Señor Coogan, en la mano derecha, ¿le faltaban los dedos o estaban intactos?
Nat vaciló.
—Una mano estaba mutilada y la otra no. Me parece que la que estaba mal era la derecha, pero tendría que volver a mirar las fotos de la autopsia. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque mi hija siempre llevaba una esmeralda muy valiosa en el anular de la mano derecha. Desde que mi madre le regaló el anillo Vivian jamás se lo quitaba. Le preguntamos por él a Scott, ya que se trataba de una reliquia de la familia y, si se había encontrado, queríamos recuperarlo, pero más o menos nos vino a decir que tenía la mano mutilada y que el anillo había desaparecido.
—Los llamaré antes de una hora —dijo Nat.
Una vez en su despacho, Nat estudió las fotos de la autopsia durante largos minutos antes de llamar a los Carpenter.
Le faltaban las puntas de todos los dedos de las manos. En el anular de la mano izquierda llevaba el anillo de boda, pero el de la mano derecha estaba prácticamente roído hasta el hueso. Nat se preguntó qué habría atraído a los peces carroñeros.
No había ni rastro del anillo de esmeraldas.
Cuando llamó a los Carpenter, Nat procuró no sacar conclusiones. Le dijo a Graham Carpenter que el anular de la mano derecha de su hija había sufrido un grave traumatismo y el anillo no estaba.
—¿Sabe usted si le venía flojo o apretado? —preguntó.
—Se le había quedado más bien pequeño —respondió Carpenter, y tras una pausa agregó—: ¿Adónde quiere ir a parar?
—A ningún sitio, señor Carpenter. Es simplemente una circunstancia más a considerar. Nos mantendremos en contacto.
Al colgar, Nat pensó en lo que acababan de decirle. ¿Podía ser aquello la pista que estaba buscando? «Me juego lo que haga falta a que Covey le arrancó el anillo y luego se alejó a toda prisa de la pobre chica. Si tenía el dedo magullado, debía de haber sangre cerca de la superficie, y eso fue lo que atrajo a los peces carroñeros».