A media mañana Menley empezó a convencerse de que el miedo que la había hecho despertar en plena noche había sido un sueño muy real. Cogió a Hannah en brazos, salió de la casa y se encaminó al borde del acantilado. El cielo era de un azul intenso y se reflejaba en el agua que rompía suavemente contra la orilla. La marea estaba baja y la larga franja de playa, tranquila.
«Aun cuando no estuviera frente al mar sería una casa maravillosa», pensó. Durante los numerosos años en que la propiedad había estado abandonada, las acacias y los robles habían crecido libremente. Las copas cargadas de hojas armonizaban con la aterciopelada frondosidad de los pinos.
Pensó en la exuberancia del verano. Entonces observó que aquí y allá se veían hojas teñidas de herrumbre. «En otoño también debe de ser un lugar magnífico», reflexionó.
Su padre había muerto cuando su hermano Jack tenía once años y ella tan sólo tres. Para su madre la educación de los hijos era más importante que una casa, y había invertido todo lo que podía ahorrar de su sueldo de enfermera jefe del hospital Bellevue en enviarlos a los dos a la Universidad de Georgetown. Aún seguía viviendo en el piso de dos dormitorios en que habían crecido Jack y Menley.
Menley siempre había querido vivir en una casa. De pequeña solía dibujar la que tendría algún día. Y era muy parecida a Recuerda. La que Adam y ella habían comprado en Rye le encantaba, pero después de la muerte de Bobby le traía demasiados recuerdos.
—Vivir en Manhattan está bien —le dijo a Hannah en voz alta—. Papá tarda diez minutos en llegar del trabajo. La abuela puede hacer de niñera y yo soy eminentemente urbana. Pero la familia de papá siempre ha vivido en Cape Cod. Eran de los primeros colonos. Podría ser fantástico tener esta casa para los veranos, las vacaciones y los puentes. ¿Qué te parece? —La niña volvió la cabeza y juntas contemplaron la casa que se alzaba a sus espaldas—. Todavía queda mucho por hacer —prosiguió Menley—. Pero sería divertido restaurarla para que quede tal como era antes. Supongo que el hecho de que estuviéramos las dos solas ha sido la causa de que el sueño me pareciera tan real. ¿No crees? —Hannah se revolvió con impaciencia y empezó a hacer muecas—. Bueno, bueno, ya te estás cansando —dijo Menley—. ¡Qué mal genio tienes! —Echó a andar hacia la casa y a medio camino se detuvo y se puso a estudiarla de nuevo—. Tiene un fantástico aire protector, ¿verdad? —murmuró.
De repente se sintió animada, esperanzada. Adam llegaría aquella tarde y las vacaciones volverían a encarrilarse. Salvo que…
«Salvo que decida representar a Scott Covey —pensó—. Adam nunca hace nada a medias. Le ocuparía mucho tiempo. De todas formas, espero que lo haga». Se acordó del terror que sintió cuando, dos semanas después del funeral de Bobby, Adam recibió una llamada telefónica. El ayudante del fiscal del distrito estaba considerando la posibilidad de procesar a Menley por imprudencia temeraria con resultado de homicidio involuntario.
—Ha dicho que tienes un par de multas por exceso de velocidad y que cree que puede demostrar que te saltaste la señal de advertencia del paso a nivel porque pretendías correr más que el tren. —Adam tenía un aire sombrío—. No te preocupes, cariño, no llegará a nada.
El fiscal del distrito se echó atrás cuando Adam presentó una abultada lista de accidentes fatales en ese mismo paso.
Elaine les había dicho que uno de los motivos por los que Scott Covey recibía tantas críticas era que alguna gente decía que debería haber estado informado de la tormenta.
«Me da igual que pierda parte de las vacaciones. Covey necesita ayuda igual que yo la necesité entonces», pensó Menley.