La agencia inmobiliaria de Elaine Atkins estaba en la calle principal de Chatham. «La ubicación es lo más importante», pensaba ésta mientras un transeúnte se detenía a mirar las fotografías que había hecho de las casas disponibles. Desde que se había trasladado a esa calle entraban más personas a preguntar por las propiedades en venta o alquiler y poco a poco aprendió a convertir tales expresiones de incipiente interés en un excelente porcentaje de operaciones concretadas.
Aquel verano había puesto a prueba una nueva artimaña comercial. Había encargado fotografías aéreas de las casas situadas en puntos especialmente atractivos. Una de ellas era Recuerda. Al llegar al trabajo aquella mañana, a eso de las diez, su ayudante, Marge Salem, le dijo que ya se habían interesado por ella dos personas.
—Esa foto aérea es verdaderamente impresionante. ¿No crees que nos equivocamos alquilándosela a los Nichols sin que nos autorizaran a enseñarla mientras estuvieran allí? —preguntó Marge.
—No había otro remedio —dijo Elaine con tono cortante—. Adam Nichols no es de los que les da igual que un montón de gente se pasee por la casa que ha alquilado, y lo que ha pagado no es poco. Pero no vamos a perder la venta. Tengo la corazonada de que los Nichols acabarán comprando la casa.
—Yo pensaba que preferirían Harwich Port. De allí era su familia y allí solían veranear.
—Sí, pero a Adam siempre le ha gustado Chatham. Y no es de los que dejan escapar una oportunidad cuando la tienen delante. También prefiere ser propietario de la casa en lugar de un simple inquilino. Me parece que se arrepiente de no haber comprado la casa de la familia cuando su madre la vendió. Si su mujer se encuentra a gusto, me parece que tenemos cliente. Ya verás. —Sonrió a Marge—. Y, si por casualidad no se la queda, a Scott Covey le encanta. Cuando las cosas vuelvan a su cauce, pensará otra vez en cambiar de casa. No creo que quiera quedarse con la de Vivian.
El agradable rostro de Marge adquirió una expresión grave. Tenía cincuenta años y había sido ama de casa hasta que empezó a trabajar con Elaine a comienzos del verano y descubrió que le encantaba el negocio inmobiliario. También le encantaban los chismes y, como decía Elaine bromeando, parecía que los olía.
—Corren muchos rumores sobre Scott Covey.
Elaine hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—¿Por qué no dejan en paz a ese pobre hombre? Si su esposa no hubiera cobrado ese fondo fiduciario todo el mundo lloraría con él. Eso es lo malo de la gente de por aquí. Por principio, no les gusta que el dinero de una familia vaya a parar a un extraño.
—Y que lo digas —confirmó Marge asintiendo con la cabeza.
El tintineo de la campana situada sobre la puerta principal, que anunciaba la llegada de un cliente potencial, las interrumpió. Estuvieron ocupadas toda la mañana. A la una, Elaine se levantó, se dirigió al cuarto de baño y salió con los labios recién pintados y el cabello pulcramente peinado.
Marge la observó. Elaine llevaba sandalias y un vestido de lino blanco que contrastaba con los brazos y las piernas bronceados. Llevaba el cabello rubio oscuro con mechas sujeto con una diadema.
—Por si no te lo había dicho, estás fantástica —dijo Marge—. Evidentemente, esto de estar prometida te favorece.
Elaine movió el dedo anular y el gran solitario centelleó.
—Estoy de acuerdo. He quedado con John en el Impudent Oyster para almorzar. Encárgate de defender el fuerte.
Cuando una hora después estuvo de regreso, Marge le dijo:
—Has tenido un montón de llamadas. La más importante es la de encima.
Era el detective Nat Coogan. Tenía que hablar con la señorita Atkins lo antes posible.