Adam Nichols no podía vencer el presentimiento de que ocurría algo malo. Durmió intermitentemente y cada vez que despertaba era con la sensación de haber tenido un sueño vago e inquietante, pero no recordaba qué ocurría en él.
A las seis, cuando la aurora comenzaba a iluminar el East River, izó la sábana a un lado y se levantó. Se preparó un café y se lo llevó a la terraza deseando que fueran las siete y media para poder llamar a Menley. Esperaría hasta esa hora, pues la niña ya dormía hasta pasadas las siete.
Una sonrisa afloró a sus labios al pensar en Menley y Hannah. Su familia. El milagro del nacimiento de Hannah, hacía tres meses. Por fin el dolor por la pérdida de Bobby empezaba a difuminarse para los dos. Un año antes, por aquella época, estaba en Cape Cod solo y no habría dado un centavo por la supervivencia de su matrimonio. Había hablado con un consejero matrimonial y éste le había dicho que la muerte de un hijo era causa frecuente de ruptura matrimonial, pues los padres sentían tanto dolor que no podían vivir bajo el mismo techo.
Adam había empezado a pensar que tal vez sería mejor para los dos volver a empezar por separado. Y entonces Menley llamó por teléfono y Adam vio con claridad que quería salvar su matrimonio.
El embarazo de Menley se desarrolló con normalidad. Llegado el momento, Adam la acompañó en la sala de partos. Tenía intensos dolores pero todo iba perfectamente. En un momento dado, oyeron que una mujer gritaba en otra sala y un dramático cambio se operó en Menley. Palideció, abrió desmesuradamente los ojos y se los tapó con las manos.
—No…, no… Ayúdame, por favor —gritó temblando y sollozando. La tensión de su cuerpo hizo que las contracciones fuesen más intensas y el parto más difícil.
Cuando por fin nació Hannah y el médico la depositó en los brazos de su madre, incomprensiblemente ésta la rechazó.
—Quiero a Bobby —sollozaba—. Quiero a Bobby.
Adam cogió a la niña y la apretó contra su cuello, susurrándole:
—Tranquila, Hannah. Te queremos, Hannah. —Lo repetía como si temiera que la niña hubiera comprendido las palabras de su madre.
Luego Menley le dijo:
—Cuando me la dieron fue como si reviviese el momento en que cogí a Bobby después del accidente. Por primera vez me di cuenta de lo que sentí entonces.
Así empezó lo que los médicos llamaban trastorno por estrés postraumático. El primer mes fue muy difícil. Hannah era propensa a los cólicos y se pasaba las horas llorando. Tenían una niñera las veinticuatro horas del día. Pero una tarde, mientras la niñera estaba haciendo un recado, la pequeña empezó a chillar. Cuando Adam llegó a casa encontró a Menley pálida y temblorosa, sentada en el suelo junto a la cuna con los dedos metidos en los oídos. Pero milagrosamente, un cambio en la fórmula del biberón convirtió a Hannah en una niña alegre y los ataques de ansiedad de Menley casi desaparecieron.
«No debería haberla dejado sola tan pronto —pensó Adam—. Al menos debería haber insistido en que la niñera se quedara a dormir».
A las siete ya no pudo esperar más y llamó a Cape Cod.
El sonido de la voz de Menley lo alivió.
—¿La princesa te ha despertado temprano, cariño?
—Un poco. Pero me gusta.
Adam creyó advertir un tono extraño en la voz de su esposa. Sin embargo, decidió no preguntarle si se encontraba bien, pues ella detestaba sentirse vigilada.
—Cogeré el vuelo de las cuatro. ¿Quieres dejar a Hannah con Amy mientras salimos a cenar?
Ella vaciló. ¿Qué ocurría? Pero enseguida Menley dijo:
—Estupendo. Adam…
—¿Qué, cariño?
—Nada. Que te echo de menos.
Cuando colgó, Adam llamó a la compañía de aviación.
—¿Hay plaza en algún vuelo anterior? —preguntó. Saldría del juzgado antes de las doce. A lo mejor podía coger el vuelo de la una y media.
Pasaba algo malo y lo peor era que Menley no quería decírselo.