En el escritorio del estudio habían instalado un ordenador, una impresora y un fax. El ordenador y la impresora ocupaban la mayor parte de la superficie, pero bastaría, pues Menley no pensaba dedicar demasiado tiempo al trabajo. Adam tenía una vieja máquina de escribir portátil; Menley siempre le decía que la tirase, pero él argumentaba que era muy práctica porque podía llevarla fácilmente a cualquier parte.
Hasta el momento Adam había conseguido resistirse a los esfuerzos de su mujer para convencerlo de que aprendiera a usar un ordenador, y ella se había mostrado igual de reticente a la hora de aprender a jugar a golf.
—Tienes puntería, lo harías muy bien —insistía Adam.
Al recordarlo, Menley sonreía mientras trabajaba en la larga mesa de la cocina. «Tengo que adaptarme a las costumbres de la zona si es que mi libro se va a ambientar aquí», pensó. Al estar sola en la casa con la niña le resultaba más acogedor trabajar en aquella maravillosa habitación destartalada, con su enorme chimenea y su horno adyacente, cuyo aire estaba impregnado de olor a pan de ajo. Aquella noche sólo pensaba tomar unas notas en la libreta de anillas que siempre utilizaba en esos casos.
—Ya estamos otra vez —murmuró mientras escribía Las aventuras de David en la Tierra Estrecha. Era curioso cómo había empezado aquello.
Cuando terminó la universidad consiguió entrar a trabajar en la revista Travel Times. Sabía que quería ser escritora, pero no estaba segura acerca de qué quería escribir. Su madre siempre había tenido la esperanza de que se dedicara al arte, pero Menley sabía que eso no era para ella.
La oportunidad se presentó cuando el jefe de redacción le pidió que hiciera un reportaje sobre la inauguración de un hotel en Hong Kong. El artículo fue aceptado casi sin modificaciones. Entonces, llena de dudas, Menley le enseñó las acuarelas que había hecho del hotel y sus alrededores. La revista ilustró el artículo con sus dibujos y a los veintidós años Menley pasó a ser jefa de la sección de viajes.
La idea de hacer una serie de libros infantiles que tuvieran como protagonista a David, un muchacho de nuestros días que se trasladaba al pasado y vivía como un niño de otro siglo, se desarrolló gradualmente. Pero ya había terminado cuatro libros en los que tanto el texto como las ilustraciones eran obra suya. Uno estaba ambientado en Nueva York, otro en Londres, otro en París y otro en San Francisco. El éxito fue inmediato.
Las historias que Adam contaba de Cape Cod habían despertado su interés por ambientar el siguiente libro allí. El personaje central sería un niño de la época de los peregrinos que crecía en Cape Cod, la Tierra Estrecha, como la llamaban los indios.
Al igual que todas las demás ideas que habían terminado convirtiéndose en libro, ésta no desaparecería. Hacía unos días habían ido a la biblioteca de Chatham a sacar libros sobre la historia de Cape Cod. Luego encontró unos viejos y polvorientos tomos en un armario del estudio de Recuerda. Así pues, aquella noche se disponía a leer, y pronto se encontró felizmente inmersa en la investigación.
A las ocho sonó el teléfono.
—¿Señora Nichols? —No reconoció la voz.
—Sí —respondió con cautela.
—Señora Nichols, soy Scott Covey. Elaine Atkins me ha dado su número. ¿Está el señor Nichols?
¡Scott Covey! Menley reconoció el nombre.
—Mi esposo no se encuentra en casa —dijo—. Regresará mañana. Puede llamarlo a última hora de la tarde.
—Gracias. Perdone la molestia.
—No es ninguna molestia. Y lamento mucho lo de su esposa.
—Ha sido terrible, pero tengo la esperanza de que su esposo pueda ayudarme. Por si no fuera bastante doloroso haber perdido a Viv, ahora la policía actúa como si pensara que no fue un accidente.
Al cabo de pocos minutos llamó Adam. Parecía preocupado.
—La familia de Kurt Potter está empeñada en que Susan vuelva a la cárcel. Saben que lo mató en defensa propia, pero admitirlo significa aceptar que no hicieron caso de las señales de advertencia.
Menley se dio cuenta de que Adam se encontraba agotado. Sólo habían pasado tres días desde que iniciara sus vacaciones y ya estaba otra vez en el despacho. No tuvo valor para hablarle de la petición de Scott Covey. Al día siguiente, cuando regresara, le pediría que concertase una cita con él. Ella sabía muy bien lo que se sentía al ser interrogado por la policía sobre un trágico accidente.
Le aseguró a Adam que tanto ella como Hannah se encontraban perfectamente, que las dos lo echaban de menos y que estaba muy ocupada con las investigaciones para el nuevo libro.
Sin embargo, las llamadas de Scott Covey y de Adam la habían desconcentrado, de modo que a las nueve apagó las luces y se fue a la planta de arriba.
Entró a mirar cómo dormía Hannah y olfateó el aire. Había un olor a moho en la habitación. ¿De dónde procedía? Abrió la ventana unos centímetros más. Una intensa brisa salada llenó la estancia. «Así está mejor», pensó.
No le resultó fácil conciliar el sueño. Volver a cruzar el paso a nivel le trajo vivos recuerdos del terrible accidente. Se acordaba de la luz de advertencia. Estaba segura de que la había mirado, era una cosa que hacía automáticamente, pero el sol era tan fuerte que no se dio cuenta de que estaba encendida. La primera indicación de lo que estaba ocurriendo fue la vibración causada por el tren que avanzaba hacia ellos. Luego oyó el alarido agudo y frenético del silbato.
Se le secó la garganta y la sangre desapareció de sus labios, pero al menos aquella vez no empezó a sudar ni a temblar. Finalmente cayó en un inquieto sopor.
A las dos se incorporó bruscamente. La niña estaba gritando y el sonido de un tren que se aproximaba retumbaba en la habitación.