Había pasado el día entero en el Juguete de Viv. La lancha motora, de seis metros y medio de eslora, se encontraba en excelente estado. Vivian había hablado de cambiarlo por un velero.
—Ahora que tengo capitán, ¿no deberíamos comprar uno que fuera lo suficientemente grande para hacer viajes en serio?
¡Cuántos planes! ¡Cuántos sueños! Scott no había vuelto a bucear desde el día de la muerte de Vivian. Había estado pescando un rato, echó un vistazo a sus langosteras y se vio recompensado con cuatro ejemplares de casi un kilo, luego se puso el equipo de submarinismo y buceó un rato.
Amarró el barco en el puerto deportivo y llegó a casa a las cinco y media. Cogió dos langostas y se dirigió a casa de los Sprague. Henry Sprague salió a abrir.
—Señor Sprague, de pronto recordé que en nuestra fiesta a su esposa le había gustado la langosta. Hoy he cogido varias y quería darle un par.
—Muy amable por tu parte —dijo Henry sinceramente—. ¿No quieres pasar?
—No, no. Espero que las disfruten. ¿Cómo está la señora Sprague?
—Igual. ¿Quieres saludarla? Mira, aquí está.
Se volvió justo en el momento en que su esposa aparecía en el pasillo.
—Phoebe, cariño, Scott te ha traído unas langostas. ¿Verdad que es muy amable?
Phoebe Sprague miró a Scott Covey con los ojos muy abiertos y dijo:
—¿Por qué lloraba tanto? ¿Ya se ha puesto bien?
—Nadie lloraba, cariño —dijo Henry Sprague tranquilizándola y al tiempo que le rodeaba los hombros con un brazo.
Phoebe Sprague se apartó de él.
—Escúchame —gritó—. No hago más que decirte que en esta casa vive una mujer y no me crees. Oye, tú. —Agarró a Scott del brazo y señaló el espejo que había sobre la mesa del recibidor. Los tres se reflejaban en su superficie—. ¿Ves esa mujer? —Alargó la mano y tocó su propia imagen—. Vive en mi casa y éste no me cree.
Algo inquieto por los desvaríos de Phoebe Sprague, Scott se fue a casa pensativo. Había pensado en hacerse una de las langostas al vapor pero ya no le apetecía comer. Se sirvió una copa y puso en marcha el contestador. Había dos mensajes. Uno era de Elaine Atkins. ¿Todavía quería vender la casa? Tenía un posible comprador. El otro era del padre de Vivian. Su esposa y él querían hablar de un asunto urgente. Pasarían a eso de las seis y media. Sólo serían unos minutos.
«¿Qué querrán?», se preguntó Scott. Consultó la hora: eran ya las seis y diez. Dejó la copa y fue a darse una ducha rápida. Se puso un polo azul marino, unos pantalones deportivos y unos zapatos náuticos. Se estaba peinando cuando sonó el timbre.
Era la primera vez que Anne Carpenter volvía a casa de su hija desde que el cadáver había sido encontrado. Sin saber exactamente qué buscaba, Anne recorrió la sala de estar con la vista. En los tres años que Vivian había vivido en aquella casa, su madre había estado muy pocas veces y al parecer todo seguía igual. Vivian había cambiado los muebles del dormitorio pero había dejado aquella habitación tal como la había encontrado. La primera vez que fue a verla, Anne le sugirió a su hija que se deshiciera del sofá pequeño y de algunos de los cuadros baratos, pero Vivian se puso furiosa, pese a que le había pedido sugerencias.
Scott insistió en que tomaran una copa.
—Acababa de prepararme una. Por favor, acompáñenme. Hasta ahora no me apetecía ver a nadie, pero me alegro de que hayan venido.
Anne admitió de mala gana que la tristeza de su yerno parecía genuina. Su cabello rubio, su piel tostada y sus ojos color avellana lo hacían muy atractivo y no resultaba difícil comprender que Vivian se hubiera enamorado de él. Pero ¿qué vio él en ella aparte de su dinero? Anne no pudo evitar preguntárselo, pero el pensamiento la asustó. «¿Cómo se me ocurre pensar en esas cosas?», se regañó a sí misma.
—¿Qué planes tienes, Scott? —preguntó Graham Carpenter.
—Ninguno. Todavía tengo la sensación de que ha sido una pesadilla. Me parece que aún no he asimilado la realidad. Ya saben que Viv y yo estábamos buscando una casa más grande. Los dormitorios de arriba son muy pequeños y no queríamos tropezar a cada rato con el servicio cuando tuviéramos un niño. Hasta habíamos elegido los nombres. Si era niño, Graham; y si era niña, Anne. Viv me contó que siempre había tenido la impresión de que los había desilusionado y quería compensarlos. Pensaba que no había sido culpa de ustedes sino de ella.
Anne sintió un nudo en la garganta y observó que su marido apretaba la boca involuntariamente.
—Parecía que siempre estábamos de punta —dijo en un susurro—. A veces ocurre y los padres siempre esperamos que la cosa cambie. Me alegro de que Vivy deseara sinceramente que cambiara. Desde luego, nosotros lo deseábamos.
Sonó el teléfono y Scott se levantó de un salto.
—Sea quien sea, le diré que ya lo llamaré más tarde —dijo mientras se dirigía a la cocina.
Un instante después Anne observó con curiosidad cómo su marido cogía la copa y enfilaba el pasillo hacia el cuarto de baño. Graham regresó justo en el mismo momento en que lo hacía Scott.
—Es que quería echarme un chorrito de agua en el whisky —explicó.
—Debería haber venido a buscar agua fría a la cocina. Lo que hablaba por teléfono no era privado. Era la vendedora de la inmobiliaria; hay una persona interesada en la casa y quería saber si podía venir con ella mañana —dijo Scott—. Le he dicho que no quiero venderla.
—Scott, tenemos que pedirte una cosa. —Evidentemente, Graham Carpenter trataba de controlar sus emociones—. El anillo de esmeraldas que Vivian siempre llevaba… Pertenece a la familia de su madre desde hace generaciones. ¿Lo tienes?
—No, no lo tengo.
—Tú identificaste el cadáver. Nunca se lo quitaba. ¿No lo llevaba cuando la encontraron?
Scott apartó la vista de su suegro.
—Señor Carpenter, fue una suerte que usted y la señora Carpenter no vieran el cadáver. Los carroñeros marinos se habían cebado tanto en él que había poco que identificar, pero si hubiera rescatado el anillo se lo habría dado inmediatamente. Ya sabía que era una reliquia de familia. ¿Quieren alguna otra cosa de Vivian? ¿Le iría bien su ropa a sus hermanas?
Anne dio un respingo.
—No, no…
Los Carpenter se pusieron de pie al mismo tiempo.
—Un día de estos te llamaremos para que vengas a cenar, Scott —dijo Anne.
—Encantado. Ojalá hubiésemos tenido oportunidad de conocernos mejor.
—Nos gustaría que nos escogieras algunas fotos de Vivian, si es que puedes separarte de ellas —pidió Graham.
—Por supuesto.
Una vez el automóvil hubo arrancado, Anne se volvió hacia su marido.
—Graham, no has puesto agua en el whisky. ¿Qué es lo que has hecho?
—Quería echar un vistazo al dormitorio. Anne, ¿no te has dado cuenta de que en la sala de estar no había ni una sola foto de Vivian? Y tampoco hay ninguna en el dormitorio. Te apuesto lo que quieras a que no hay ni rastro de nuestra hija en esa casa. No me gusta Covey y no me fío de él. Es un falso. Sabe más de lo que cuenta y pienso llegar hasta el fondo.