Eran las cinco y media cuando Menley y Hannah llegaron por fin a Chatham. Al salir del aparcamiento Menley se obligó a cruzar de nuevo el paso a nivel. Luego dio toda la vuelta a la glorieta y lo cruzó una tercera vez. «Se ha acabado el pánico —se prometió—. Sobre todo si significa poner en peligro a Hannah».
El sol todavía estaba alto y a Menley le pareció que la casa tenía un aire satisfecho, como si gozara de los cálidos rayos que la envolvían. En el interior, el sol que penetraba por los cristales de colores de la ventana en forma de abanico que había sobre la puerta proyectaba un arco iris sobre el suelo de madera de roble.
Sujetando fuertemente a Hannah, Menley se aproximó a la ventana de delante a contemplar el mar. Pensó en la joven esposa del capitán que había construido la casa y se preguntó si escudriñaría el horizonte en la esperanza de descubrir el mástil del barco de su marido, que regresaba de alguna travesía. ¿O acaso estaba demasiado ocupada jugueteando con su amante?
Hannah se revolvió, inquieta.
—Bueno, hora de alimentarse —dijo Menley reviviendo nuevamente el deseo de poder darle el pecho a Hannah. Cuando se iniciaron los síntomas del estrés postraumático, el médico le recetó tranquilizantes y le indicó que debía dejar de dar de mamar a su hija.
—Usted necesita tranquilizantes, pero ella no —le explicó.
«Bueno, de todas maneras estás creciendo mucho», pensó Menley mientras llenaba el biberón y lo calentaba en un cazo.
A las siete puso a Hannah en la cuna, esta vez metida en un saco de dormir. Una rápida mirada por la habitación confirmó que el edredón estaba doblado encima de la cama, donde debía estar. Menley lo observó con inquietud. Sin darle demasiada importancia, le había preguntado a Adam si había tapado a la niña durante la noche. Extrañado ante aquella pregunta, él respondió que no. Ella reaccionó al instante y dijo:
—Aquí está mucho más calmada que en casa. Seguramente el aire la ayuda a dormir tranquila.
Él no se dio cuenta de que el motivo de la pregunta era bien distinto.
Menley vaciló un momento delante de la puerta del cuarto de la niña. Era una tontería dejar encendida la luz del pasillo; era demasiado fuerte. Pero, sin saber por qué, se sintió inquieta ante la perspectiva de tener que subir más tarde y que sólo una pequeña lamparilla iluminase la escalera.
Tenía toda la velada planeada. Había tomates frescos en la nevera. Prepararía una rápida salsa de tomate para los linguine y los acompañaría de una ensalada de berros. También tenía congelada media barra de pan italiano.
«Será perfecto —pensó Menley—. Y mientras como escribiré unas notas para el libro».
En los pocos días que llevaba en Chatham se le habían ocurrido ya varias ideas para el argumento. Puesto que Adam no estaba, pasaría el largo y solitario anochecer trabajando en ellas.