Menley acompañó a su esposo al aeropuerto de Barnstable.
—Estás de muy mal humor —bromeó al detenerse en la zona de descarga.
Una sonrisa borró inmediatamente el ceño del rostro de Adam.
—Lo reconozco. No me apetece nada ir y venir de Nueva York. No quiero dejaros a ti y a Hannah. No quiero marcharme de Cape Cod. —Hizo una pausa—. A ver, ¿qué más?
—Pobrecito —dijo Menley con tono burlón mientras le cogía el rostro entre las manos—. Te echaremos de menos. —Vaciló y luego añadió—: Hemos pasado un par de días estupendos, ¿verdad?
—Fantásticos.
Le enderezó la corbata y luego agregó:
—Me parece que me gustas más en pantalones cortos y sandalias.
—Yo también me gusto más. Men, ¿estás segura de que no quieres que Amy se quede a dormir contigo?
—Segurísima. Adam, por favor…
—Bueno, cariño, te llamaré esta noche. —Se inclinó hacia el asiento de atrás y acarició el pie de su hijita—. Pórtate bien, tesoro —le dijo.
La radiante aunque desdentada sonrisa de Hannah lo acompañó cuando por fin desapareció en la terminal luego de saludarlas por última vez con la mano.
Después de comer Adam había recibido una llamada urgente de su despacho. Se había convocado una audiencia urgente para anular la fianza de la mujer del caso Potter. La acusación afirmaba que ésta había amenazado a su suegra. Adam esperaba poder disfrutar al menos de diez días en Cape Cod antes de volver a pasar la noche en Nueva York, pero parecía una auténtica urgencia y decidió que tenía que ocuparse personalmente del asunto.
Menley salió del aeropuerto, se incorporó al tráfico que rodeaba la glorieta y siguió la indicación que señalaba la carretera número 28. Al llegar al paso a nivel sintió un sudor helado en la frente. Se detuvo y miró atemorizada en ambas direcciones. En la lejanía se distinguía un tren de carga que no se movía. Las luces de advertencia no parpadeaban y la barrera se encontraba levantada. Aun así permaneció un instante paralizada, incapaz de moverse.
Los bocinazos de los impacientes conductores la obligaron a entrar en acción. Pisó con fuerza el acelerador, el automóvil cruzó rápidamente las vías y tuvo que dar un frenazo para no chocar contra el vehículo de delante. «Dios mío, ayúdame, por favor», pensó. Hannah, en el asiento de atrás, sintió una sacudida y empezó a llorar.
Menley entró en el aparcamiento de un restaurante y se dirigió al extremo más alejado; una vez allí, se detuvo y sacó a Hannah de su asiento. Acunó a la niña contra su pecho y lloraron juntas.