Menley tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencer el pánico. Contuvo la respiración hasta que sintió que los pulmones estaban a punto de estallarle y dejó el cuerpo inerte, aunque ardía en deseos de luchar. Notaba el torbellino del agua a su alrededor y las manos de Covey que la agarraban con fuerza, empujándola hacia abajo. Hasta que la soltó. Rápidamente, volvió la cabeza y respiró. ¿Por qué la había soltado? ¿Pensaba que estaba muerta? ¿Seguía allí?
De pronto, lo entendió. ¡Adam! Oyó que Adam la llamaba, que gritaba su nombre.
Empezó a nadar en el momento en que una ola rompía sobre ella. Momentáneamente aturdida, notó que la intensa corriente la alejaba de la orilla.
«Dios mío, no me abandones», pensó. Luchaba por mantenerse a flote mientras intentaba desesperadamente respirar. Las gigantescas olas la rodeaban por todas partes, tiraban de ella hacia atrás y hacia abajo para luego empujarla hacia adelante. Trataba de contener la respiración cuando el agua la cubría, de regresar a la superficie cuando había pasado la ola. Su única esperanza era montar sobre una ola que la devolviese a la orilla.
Tragó más agua y empezó a agitar los brazos y las piernas. «No te dejes vencer por el miedo. Móntate sobre una ola».
Percibió una corriente a sus espaldas que la empujó a la superficie.
«¡Ahora! —pensó—. ¡Ahora! ¡Nada! ¡Lucha! ¡No te dejes arrastrar hacia atrás!».
De repente, un intenso relámpago lo iluminó todo, el mar y el acantilado. ¡Adam! Allí estaba Adam, deslizándose sendero abajo hacia ella.
En el momento en que el trueno estallaba, lanzó su cuerpo sobre la ola y se dejó empujar hacia la orilla, hacia Adam.
Su marido estaba a unos pocos metros de ella cuando sintió que la corriente retrocedía con fuerza y la arrastraba hacia adentro. Y entonces la alcanzó, la sujetó con fuerza y tiró de ella hacia la orilla.