Adam vio la temblorosa luz de las velas encendidas en la cocina cuando entró presuroso en casa. Al darse cuenta de que allí no había nadie, cogió una linterna y corrió escaleras arriba.
—¡Menley! —Gritó al entrar en el cuarto de la niña—. ¡Menley! —Recorrió la habitación con la linterna—. ¡Dios mío! —exclamó cuando el haz de luz iluminó el rostro de porcelana de la muñeca antigua.
Entonces oyó un gemido a sus espaldas. Se volvió y paseó la luz por toda la estancia hasta que encontró la cuna balancín, que oscilaba levemente. ¡Allí estaba Hannah! ¡Gracias al cielo, Hannah estaba bien! Pero Menley…
Adam se volvió y corrió a su dormitorio. Estaba vacío. Bajó las escaleras a toda prisa y revisó todas las habitaciones. ¡Menley había desaparecido! No era propio de ella dejar sola a Hannah. No sería capaz de hacerlo. Sin embargo, no estaba en casa.
¿Qué había ocurrido? ¿Habría oído otra vez la voz de Bobby? No debería haberle permitido mirar el vídeo. No debería haberla dejado sola.
¡Fuera! ¡Debía de haber salido fuera! Desesperado, Adam corrió a la puerta principal y la abrió. La lluvia lo empapó en cuanto salió al exterior. Empezó a llamarla:
—¡Menley! ¡Menley! ¿Dónde estás?
Cruzó el jardín en dirección al sendero que conducía hacia la playa. Resbaló en la hierba mojada y cayó. La linterna se le escapó de la mano y se precipitó acantilado abajo.
¡La playa! No era posible que hubiera bajado, se dijo. De todas formas, debía mirar. Tenía que estar en algún sitio.
—¡Menley! —Gritó de nuevo—. ¡Menley! ¿Dónde estás?
Alcanzó el sendero y empezó a descender a gatas, resbalando. Abajo, el oleaje rugía y la oscuridad lo envolvía todo. Entonces, un intenso relámpago iluminó el furibundo océano.
De repente, la vio, su cuerpo flotaba en la cresta de una enorme ola.