Mientras Scott Covey la empujaba para que entrase, Menley se dio cuenta de que la abertura de la pared no medía más de medio metro de ancho.
—Venga, Menley.
Oyó un golpecito cuando la puerta se cerró detrás de ellos. El llanto de Hannah se apagó. La temblorosa luz de la vela proyectaba sombras grotescas en la estrecha estancia. Scott la apagó en cuanto cogió una linterna que había dejado sobre un montón de escombros. La luz atravesó las sombras de un cuarto pequeño en el que se acumulaban ropas en descomposición y muebles rotos.
El olor a humedad era muy intenso. Se trataba del mismo olor que Menley había percibido varias veces en el cuarto de Hannah y en el armario empotrado de la planta inferior.
—Has estado aquí otras veces —gritó—. Has estado otras veces en el cuarto de la niña.
—He venido lo menos posible, Menley —le dijo Covey—. Hay una escalera en el rincón. Baja, yo te sigo. No intentes nada.
—No lo haré —dijo ella de inmediato tratando desesperadamente de despejar su mente, de vencer aquella sensación de irrealidad. «No sabe que Adam está en camino, pensó. A lo mejor puedo conseguir que siga hablando, distraerlo. O ponerle la zancadilla; soy más fuerte de lo que cree. Quizá podría cogerlo por sorpresa y quitarle la pistola».
Pero ¿podría usarla? «Sí, no quiero morir —pensó—, quiero vivir y estar con Hannah. Quiero vivir lo que me queda de vida». Sintió que la ira se apoderaba de ella. Miró a su alrededor tomando nota de todo lo que aquella semipenumbra le permitía ver. Era tal como había sospechado. En la casa había un cuarto secreto. En realidad, se trataba de algo más que un cuarto. Entre las chimeneas, todo el centro de la casa era un espacio vacío. ¿Formaban aquellos montones de trapos podridos parte del cargamento del Thankfull?
«Debo ganar tiempo», se repitió. Aunque sabía que Hannah debía de seguir llorando, no la oía. Aquellas paredes eran tan gruesas que, si moría allí dentro, nadie la encontraría.
Si moría allí dentro. ¿Era ése el plan de Covey?
—No voy a salir viva de aquí, ¿verdad? —preguntó.
—¿Por qué piensas eso? —dijo él con una sonrisa. Menley sintió una oleada de odio puro. Ahora estaba jugando con ella. Pero seguidamente Covey dijo—: Menley, de verdad que lamento mucho todo esto. Sólo hago lo que tengo que hacer. —Su tono de voz parecía completamente sincero.
—¿Por qué? Al menos dime por qué.
—Puedes creértelo o no —declaró—. Yo no quería matar a Vivian. Estaba loca por mí, siempre que venía a Florida me traía regalos, pero después de casados no me dio ni un centavo. Nada de cuenta bancaria conjunta, nada de bienes a mi nombre, nada de dinero. Me compraba todo lo que quería, pero, aunque no lo creas, tenía que pedirle cada dólar que gastaba. —Sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. Y luego quería que firmase un documento por el cual renunciaba a toda pretensión sobre su patrimonio si el matrimonio no duraba al menos diez años. Decía que eso demostraría que la quería, que había oído murmurar en la peluquería que me había casado con ella por dinero.
—¿Así que la mataste?
—Sí. Aunque no estaba muy convencido. Quiero decir que no era mala persona, pero me estaba dejando en ridículo.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? Yo te ayudé. Me diste pena y convencí a Adam para que te defendiera.
—La culpa puedes echársela a Adam.
—¿A Adam? ¿Sabe él que estamos aquí? —Aunque lo preguntaba sabía que no era posible.
—Tenemos que ponernos en marcha. En pocas palabras, Elaine siempre ha estado loca por Adam. En todos estos años ha habido un par de veces en que llegó a pensar que podía ser suyo, pero nunca resultó. El año pasado, cuando creyó que os separaríais, estaba convencida de que se iría con ella. Pero de pronto volvió contigo y ella tiró la toalla. Llegó a la conclusión de que no servía de nada. Pero cuando Adam le telefoneó para alquilar la casa de Eastham y se enteró del desequilibrio emocional que padecías, hizo este plan.
—¿Me estás diciendo que lo haces por Elaine? ¿Por qué, Scott? No lo entiendo.
—No, lo hago por mí. Elaine identificó mi barco en la fotografía aérea que hizo de esta casa. Se dio cuenta de que estaba solo en el barco a las tres y cuarto y eso echaba por tierra mi versión de lo que le había ocurrido a Vivian. Estaba dispuesta a usar esa información, así que hicimos un trato. Ella testificaría a mi favor y yo la ayudaría a volverte loca. Adam le había contado que tenías alucinaciones y depresiones y dedujo que esta casa antigua, con sus leyendas y sus cuartos secretos, de cuya existencia se enteró por unos obreros, sería el lugar perfecto para hacerte caer. Ella lo planeó todo; yo sólo la he ayudado a ponerlo en práctica.
»Me trajo aquí, me lo enseñó todo y me explicó lo que quería que hiciera. Eso fue el día que esa loca entró y nos siguió aquí arriba. Tuvo suerte de que se presentara su marido en el momento en que me la iba a llevar a dar una vuelta por el mar.
Menley se estremeció. Hablaba como si se refiriera a un paseo por la orilla. «Eso es lo que trataba de recordar Phoebe, para advertirme —pensó—. Que siga hablando, que siga hablando».
—¿Y el anillo? —preguntó—. ¿Y el anillo de esmeraldas? ¿Dónde está?
—Tina —dijo él sonriendo—. Regalarle el anillo fue un golpe de genialidad. Si alguna vez tratan de acusarme, ella será considerada cómplice. Tendrá que mantener la boca cerrada. Elaine y yo habríamos formado un buen equipo. Pensamos de la misma manera. Ella ha entrado en esta casa varias noches y me parece que te ha gastado algunas bromas que te han puesto un poco nerviosa, como copiar la voz de tu hijo de la cinta y montarla con el ruido del tren para pasártelo por la noche. Y ha funcionado. En todo Chatham se dice que estás como una cabra.
Menley se preguntó angustiada dónde estaba Adam. ¿Lo oiría llegar? No, imposible. Vio que Covey echaba una mirada a la escalera.
—Venga, Menley, ahora ya lo sabes todo.
Agitó la pistola. Tratando de seguir la luz de la linterna, Menley avanzó por el suelo irregular. Al llegar al hueco donde se veía la parte superior de la escalera, tropezó. Covey la sujetó antes de que cayera.
—No nos conviene que tengas señales —dijo—. Ya ha costado bastante explicar el morado del dedo de Vivian.
La madera de la escalera era áspera y se le clavó una astilla. Descendía con precaución, tanteando cada escalón con los pies. ¿Podía saltar hasta abajo y escapar? No. Si se torcía el tobillo sí que no tendría escapatoria. «Espera —se dijo—, espera».
Llegaron a la planta baja. Allí había más espacio que arriba, pero los escombros y las basuras se amontonaban por todas partes. Covey iba pegado a ella y descendió el último escalón.
—Mira esto —dijo él iluminando con la linterna lo que parecía un montón de trapos. Luego le dio un puntapié—. Aquí debajo hay huesos. Elaine los encontró el día que me enseñó todo esto. Aquí ha habido alguien encerrado durante mucho tiempo. Pensamos que podía ser un buen plan para ti, Menley, pero si desaparecías Elaine temía que Adam se pasara el resto de la vida esperando que regresaras. —Menley experimentó una leve esperanza. No la iba a matar allí. Fuera podía tener alguna posibilidad. Mientras la empujaba para que echara a andar, volvió la cabeza para mirar los huesos. Phoebe había dicho que Tobias Knight estaba en aquella casa. ¿Se refería a aquello?
—Por allí. —Sosteniendo la linterna, Covey señaló una abertura practicada en el suelo. Un intenso olor a humedad procedente de un nivel inferior alcanzó, a Menley.
—Baja despacio. No hay escalera. —Covey esperó a que ella hubiera saltado y luego descendió a su lado y cerró la trampilla—. Ponte ahí.
Menley se dio cuenta de que se encontraban en un angosto espacio del sótano destinado a almacén. Covey balanceó la linterna. En el suelo había un gran impermeable amarillo extendido y junto a éste se veía un par de botas. Por eso no tenía la ropa mojada. Había entrado por allí.
Con un movimiento rápido, Covey cogió el impermeable, envolvió las botas con él y se metió el bulto bajo el brazo.
Menley percibió un cambio en él. Ahora quería que aquello terminara cuanto antes. Covey la hizo avanzar hacia la puerta trampa del sótano y la abrió.
—Pensarán que saliste por aquí y que estabas más loca de lo que creían.
Pensarían que había dejado a la niña sola y había salido en plena tormenta. ¿Dónde estaba el automóvil de Covey? Quizá la iba a llevar a alguna parte en él. En el coche quizá tendría oportunidad de saltar o de obligarlo a chocar con algo. Se volvió hacia la entrada de la casa pero él la cogió por el brazo.
—Por aquí, Menley. —Se dirigían a la playa. Súbitamente se dio cuenta de que se proponía ahogarla—. Espera, dame el jersey. Si por casualidad no aparece tu cadáver, así sabrán lo que ha ocurrido.
Llovía a cántaros y el viento pugnaba por arrancarle la ropa. El cabello empapado le caía sobre la cara y le tapaba los ojos. Trató de apartárselo sacudiendo la cabeza. Scott se detuvo y le soltó la mano derecha.
—Levanta el brazo, Menley.
Obedeció mecánicamente. Con un gesto rápido, Covey le sacó el jersey, primero del lado izquierdo, luego por la cabeza y finalmente el brazo derecho. Dejó caer el jersey al suelo, la cogió nuevamente del brazo y la obligó a avanzar por el sendero que conducía al acantilado y después a la playa. Con la lluvia que caía, al día siguiente no quedaría ni rastro de las pisadas.
«Encontrarán mi jersey —pensó Menley— y pensarán que me he suicidado. —¿Arrastraría el mar su cuerpo hasta la playa como había hecho con el de Vivian? Quizá contaban con eso—. Adam, Adam, te necesito».
Las olas rompían contra la orilla. La resaca la arrastraría hacia el fondo y hacia mar adentro; las posibilidades de salvarse serían nulas. Avanzaba dando traspiés mientras Covey tiraba de ella por el empinado sendero. Por mucho que lo intentaba, no podía liberarse de su mano férrea.
La tormenta arreció justo en el momento en que llegaban al lugar donde el día anterior había estado tumbada con Adam y Hannah. Ahora no había playa, sólo olas que rompían contra la tierra y la cubrían, ansiosas por devorarla.
—Lo siento mucho, Menley —dijo Scott Covey—. Pero ahogarse no está tan mal. Vivy sólo tardó un minuto. Relájate. Pronto habrá pasado todo.
La empujó al agua y, agachándose, la sostuvo bajo la superficie.