Después de que Adam llamara desde el aeropuerto, Menley subió a la planta superior a echarle un vistazo a Hannah. La niña estaba inquieta pero no se había despertado. ¿Eran los dientes o el ruido del viento?, se preguntó Menley mientras alisaba las sábanas y las remetía en torno a su hija. Se oía el triste quejido del viento que rozaba la casa, cada vez más parecido a un grito humano: «Recuerdaaaa».
Naturalmente, eran imaginaciones suyas, autosugestión, se dijo con firmeza.
Oyó el sonido de un postigo agitado por el viento. Las ráfagas cargadas de lluvia la empaparon cuando se asomó para tirar de las contraventanas hacia adentro y cerrarlas.
«Debe de ser terrible estar en la carretera —pensó—. Adam, ten cuidado». ¿Se lo había dicho? De pronto se dio cuenta de que había estado tan obsesionada sintiéndose ofendida por la excesiva preocupación de Adam que se le había olvidado mostrarse preocupada por él.
Intentó sentarse tranquilamente a ver la televisión, pero estaba demasiado inquieta. Su marido no llegaría por lo menos hasta las nueve y media; aún faltaba una hora y media. Decidió ordenar los libros del estudio.
Evidentemente, Carrie Bell les había quitado el polvo desde que Menley los había mirado hacía unas semanas. Pero las páginas de muchos de los más antiguos estaban hinchadas y rotas. Uno de los ex propietarios de la casa debía de estar interesado en comprar libros de segunda mano. Los precios que había anotados a lápiz en la primera página de muchos eran bajísimos.
Mientras organizaba los volúmenes, hojeó algunos, lo cual la ayudaba a no pensar en el tiempo. Por fin dieron las nueve y llegó la hora de empezar a preparar la cena. El libro que tenía en la mano se había publicado en 1911 y era una aburrida historia de veleros ilustrada con dibujos. Sabía que lo había ojeado pocos días después de llegar. Y entonces, cuando estaba a punto de cerrarlo, vio el conocido dibujo de Andrew y Mehitabel en el barco. En el pie se leía: «Un capitán de navío y su esposa a principios del siglo XVIII. Autor desconocido».
Menley sintió que se quitaba un gran peso de encima. «De modo que vi el dibujo y luego lo copié inconscientemente», pensó. Dejó el libro abierto sobre la mesa, debajo de los dibujos que había colgado en la pared. Las luces volvieron a temblar y durante un instante perdieron intensidad. Envuelta en la profunda penumbra de la habitación, experimentó la inquietante sensación de que, con aquella luz, el retrato que había hecho de Andrew con expresión de desconsuelo se parecía a Adam.
Un pensamiento cruzó por su mente: «Así se verá Adam dentro de poco. —Y un instante después se dijo—. Eso es ridículo».
Se dirigió a la cocina, donde tomó la precaución de encender todas las velas por si se iba la luz definitivamente.