El avión estuvo dando vueltas sobre el aeropuerto de Logan durante diez minutos antes de aterrizar. Adam desembarcó a toda prisa y recorrió presuroso el pasillo que conducía a la terminal. En el mostrador de alquiler de coches había una larga cola. Tardó otros diez minutos en obtener los papeles necesarios, tras lo cual se montó en la camioneta que lo llevaría a la zona de recogida de vehículos. Una vez tuvo el coche, volvió a llamar a Menley para decirle que iba para allá.
—Llevo una linterna en la mano y estoy tratando de encender velas —le dijo ella, nerviosa—. La luz acaba de irse. No, ya ha vuelto.
Por fin se incorporó al denso tráfico que avanzaba lentamente hacia el túnel Sumner. Cuando alcanzó la carretera estatal número 3, la que conducía directamente a Cape Cod, eran las nueve menos cuarto.
«Menley parecía tranquila —pensó Adam tratando de calmarse él también—. ¿Debería llamar a Elaine y pedirles que vayan a hacerle compañía hasta que llegue yo?».
No. Sabía que Menley no se lo perdonaría.
«¿Por qué tengo esta sensación física de que pasa algo malo?», se preguntó.
Era la misma sensación que había tenido el día del accidente. Esa tarde había estado jugando al golf y llegó a casa justo a tiempo para coger el teléfono y hablar con la policía.
Todavía oía con precisión la voz tensa y compasiva:
—Señor Nichols, me temo que tengo que darle una mala noticia.