Nat y Bill Walsh, el investigador, llevaron las maletas de Tina a una de las salas de juntas. La joven se sentó al otro lado de la mesa, frente a ellos, y se miró el reloj significativamente.
—Si no estoy fuera de aquí dentro de media hora, perderé el avión —dijo—. ¿Dónde está Fred?
—En otro despacho —respondió Nat.
—¿Qué ha hecho?
—Quizá nada, aparte de hacer de repartidor. Tina, hablemos del anillo desaparecido de Vivian Carpenter.
—¿Qué le pasa? —preguntó entrecerrando los ojos.
—Entonces, ¿ya ha oído hablar de él?
—Cualquiera que lea los periódicos ha oído hablar de él, y no digamos lo que salió a relucir en la vista.
—Así pues, sabe que no es un anillo que se pueda confundir con otro. Mire, le voy a leer la descripción de la compañía de seguros. —Nat cogió una hoja de papel—. «Esmeralda colombiana de cinco quilates y medio, verde intenso sin inclusiones visibles; dos diamantes finos con corte de esmeralda, de un quilate y medio cada uno, situados uno a cada lado; montada en platino. Valor: un cuarto de millón de dólares». —Dejó el papel y sacudió la cabeza—. Entenderá por qué los Carpenter querían recuperarla, ¿verdad?
—No sé de qué me habla.
—Mucha gente piensa que arrancaron el anillo del dedo de Vivian después de muerta. Si eso es cierto, el que lo tenga ahora podría quedar muy mal parado. ¿Por qué no lo piensa? El señor Walsh se quedará con usted mientras yo voy a hablar con Fred. —Cambió una mirada con el investigador. Ahora Walsh podía adoptar el enfoque paternal con Tina y, lo más importante de todo, no se quedaría sola para revolver el equipaje. A Nat no se le había escapado el rápido movimiento nervioso de los ojos de Tina al nombrar el anillo. «Cree que lo tiene en la maleta», pensó.
Fred Hendin levantó la vista cuando entró Nat.
—¿Han traído a Tina? —preguntó sin alterarse.
—Sí.
Deliberadamente, habían dejado a Fred solo durante casi una hora.
—¿Café? —preguntó Nat.
—Sí.
—Yo también voy a tomar uno. Ha sido un día pesado.
Un esbozo de sonrisa se asomó a los labios de Fred Hendin.
—Supongo que sí.
Nat esperó a que llevaran el café y entonces se inclinó hacia adelante y dijo:
—Fred, usted no es de los que se preocupan por las huellas dactilares. Sospecho que sus huellas están en ese paquete que alguien, y quiero destacar «alguien», que iba en un Plymouth verde oscuro, de Massachusetts, con los números siete y tres en la matrícula, dejó anoche en el buzón de los Carpenter. —La expresión de Hendin no varió—. Lo que yo creo es que es posible que alguien que usted conoce tuviera el anillo. Usted recordó habérselo visto puesto, o a lo mejor lo vio sobre su cómoda o en su joyero, y después de la vista y de leer los periódicos, empezó a preocuparse. Quizá usted no quería que esa persona se viera involucrada en lo que podía ser un crimen, de manera que la ayudó quitándole el anillo. Dígame, Fred, ¿no es así como ocurrió? —Al ver que Hendin permanecía silencioso, Nat dijo—: Fred, si Tina tenía el anillo, cometió perjurio en la vista. Eso quiere decir que irá a la cárcel, a no ser que lleguemos a un acuerdo, que es lo que le conviene. A menos que participara en un complot para matar a Vivian Carpenter, es un delito… digamos menor. Si quiere ayudarla, empiece a cooperar porque, si lo hace, Tina tendrá que seguir su ejemplo.
Fred Hendin tenía las manos entrelazadas, parecía que se las estaba estudiando. Nat sabía lo que debía de estar pensando. «Fred es un hombre honesto y orgulloso. Todo lo que ha ganado lo ha hecho honradamente». Nat también razonó que Fred conocía las leyes lo suficiente para ser consciente de que, puesto que Tina había declarado bajo juramento que no sabía nada de un anillo de esmeraldas, podía estar metida en un buen lío. Por eso Nat insinuaba que si cooperaba podía salir del lío.
Nat pensó asimismo que sabía bastante bien cómo funcionaba el cerebro de Tina. Intentaría todas las posibilidades hasta que se viera acorralada. Con suerte, lo lograrían aquella misma noche. Sabía que con el tiempo llegarían hasta Covey, pero no quería esperar demasiado.
—No quiero que Tina se meta en líos —dijo Fred rompiendo por fin el silencio—. Estar colado por un sinvergüenza como Covey no debería crearle problemas a nadie. —«Pues a Vivian Carpenter bien que se los creó», pensó Nat—. Anoche cogí el anillo del joyero de Tina.
Bill Walsh escuchó a Tina con expresión comprensiva cuando espetó:
—Esto es como vivir en la Alemania nazi.
—A veces tenemos que pedir a personas inocentes que colaboren en nuestras investigaciones —dijo Walsh con tono tranquilizador—. Tina, no hace más que mirar las maletas. ¿Quiere que le busque algo?
—No. Oiga, si Fred no me puede llevar a Logan, tendré que llamar un taxi y me va a costar un ojo de la cara.
—Con este tiempo que hace seguro que su vuelo sale con retraso. ¿Quiere que llame y lo averigüe? —Walsh cogió el teléfono—. ¿En qué compañía vuela y a qué hora sale?
Tina escuchó mientras Bill Walsh confirmaba su reserva. Cuando colgó, sonreía satisfecho.
—Al menos saldrá con una hora de retraso. Tenemos mucho tiempo.
Unos minutos después, Nat volvió con ellos y dijo:
—Tina, le voy a leer sus derechos.
Evidentemente sorprendida y confundida, Tina escuchó con incredulidad, leyó el papel que le tendió Nat y lo firmó, con lo cual renunciaba a su derecho a un abogado.
—No necesito abogado. No he hecho nada, yo misma hablaré con ustedes.
—¿Sabe cuál es la pena que se aplica en este estado a los cómplices de asesinato?
—¿A mí qué más me da?
—Como mínimo, usted aceptó un anillo valioso que podía haberle sido arrancado a una víctima de asesinato.
—Eso es mentira.
—El anillo estaba en su poder. Fred lo vio y se lo devolvió a los Carpenter.
—¿Qué? —Se precipitó sobre las maletas que se apilaban en un rincón y cogió un bolso de mano. Con un movimiento rápido, descorrió la cremallera y sacó un libro.
«Uno de esos joyeros falsos», pensó Nat mirando cómo lo abría para descubrir que estaba vacío.
—¡Ese miserable ladrón! —murmuró.
—¿A quién se refiere?
—Fred sabe dónde guardo mis joyas —respondió—. Debe de haber cogido… —Se detuvo.
—¿Qué es lo que debe de haber cogido?
Al cabo de unos largos instantes, Tina contestó:
—El collar de perlas, el broche, el reloj y el anillo de compromiso que me regaló.
—¿Y nada más? Si no coopera, se las cargará por perjurio.
Tina miró fijamente a Nat y luego se sentó y se tapó la cara con las manos.
El taquígrafo tomó nota de la declaración de Tina.
Después de la trágica muerte de su mujer, Scott Covey se dirigió a ella en busca de consuelo y volvieron a enamorarse. Había encontrado la esmeralda en el joyero de su esposa y se la regaló a Tina como prenda de su vida futura. Pero entonces empezaron todos aquellos rumores y acordaron que quedaría mal admitir que ella tenía el anillo. También acordaron que debía seguir saliendo con Fred hasta que todo volviera a la normalidad.
—¿Piensa usted encontrarse con Scott? —preguntó Nat.
—Estamos muy enamorados. Y cuando necesitó consuelo…
—Lo buscó en usted —dijo Nat. Hizo una pausa—. Por curiosidad, iba a verlo por las noches y aparcaba el coche en el garaje, ¿verdad?
—Fred siempre se iba a casa temprano y, a veces, después yo iba a ver a Scott.
Tina se echó a llorar. Nat no estaba seguro de si era porque estaba empezando a advertir las graves implicaciones de las preguntas o porque no se había salido con la suya.
—¿Dónde está Scott?
—Camino de Colorado. Nos encontraremos en casa de mi hermano.
—¿Va a hablar antes con él?
—No. Pensaba que era mejor esperar. Dijo que los Carpenter eran lo bastante influyentes para hacer que le pincharan el teléfono del coche.
Nat y los ayudantes del fiscal del distrito comentaron detenidamente la declaración de Tina.
—Está claro que tenemos elementos suficientes para solicitar un jurado de acusación, pero si insiste con esa historia de que Covey le regaló el anillo cuando lo encontró, y es posible que crea que es la verdad, no tenemos nada concreto, aparte de que Covey mintió al decir que el anillo se había perdido —dijo uno de los abogados—. Después de morir su mujer, el anillo era de Covey y podía regalárselo a quien quisiera.
El teléfono celular que llevaba Nat en el bolsillo empezó a sonar. Era Walter Orr.
—¿Qué es lo que quiere saber del barco? —Parecía satisfecho.
«No me gustan los jueguecitos», pensó Nat y, tratando de no demostrar irritación, preguntó:
—¿Qué me puede contar?
—Es una embarcación de seis metros y medio o siete. Se ve a un hombre tomando el sol en cubierta.
—¿Solo? —preguntó Nat.
—Sí. Y a su lado parece que hay restos de comida.
—¿Tiene nombre el barco?
La respuesta era justo lo que Nat esperaba oír.
—Juguete de Viv —respondió Orr.