Durante el interrogatorio Scott Covey se mantuvo firme y trató de que todo el mundo comprendiese cómo había ocurrido.
Vivian y él estaban echándose una siesta sobre un edredón extendido en la cubierta del barco; el sol velado por la colina y el suave balanceo del agua los arrullaban deliciosamente.
Él abrió un ojo, bostezó y dijo:
—Tengo calor. ¿Quieres echar un vistazo al fondo del mar?
Vivian le rozó la barbilla con los labios.
—Me parece que no estoy de humor. —Su suave voz era un murmullo indolente.
—Pues yo sí. —Covey se levantó de un salto y miró por la borda—. Está perfecto ahí abajo. El agua es cristalina.
Eran casi las cuatro de la tarde. Se hallaban aproximadamente a una milla de la isla de Monomoy. La neblina producida por la humedad los cubría como un velo de gasa centelleante, pero había empezado a soplar una leve brisa.
—Voy a buscar mi equipo —dijo Scott. Cruzó la cubierta y se agachó para meter los brazos en el pequeño camarote que usaban como almacén.
Vivian se levantó y sacudió la cabeza en un intento por quitarse el sopor de encima.
—Trae el mío también.
Scott se volvió.
—¿Estás segura, cariño? Sólo voy a bajar unos minutos. ¿Por qué no sigues durmiendo?
—Nada de eso. —Corrió hasta él y le rodeó el cuello con los brazos—. Cuando el mes que viene vayamos a Hawai quiero explorar contigo los arrecifes de coral. Será mejor que empiece a practicar.
Más tarde afirmó con lágrimas en los ojos que no había advertido que todos los demás barcos habían desaparecido mientras dormían. No, no encendió la radio para escuchar el informe meteorológico.
Llevaban veinte minutos en el agua cuando estalló la tormenta. El mar comenzó a agitarse. Lucharon por volver al barco anclado. Justo en el momento en que llegaban a la superficie, una ola de metro y medio los alcanzó. Vivian desapareció. Él la buscó sin descanso, zambulléndose una y otra vez hasta que se le acabó el oxígeno.
El resto ya lo conocían. La llamada de socorro fue recibida por la Guardia Costera cuando la tormenta más arreciaba.
—¡Mi mujer ha desaparecido! —gritó Scott Covey—. ¡Mi mujer ha desaparecido!