Capítulo 69

Nunca volvió a oír sus rugidos, ni sus alaridos, ni sus aullidos estridentes como de un chacal con el hocico negro. Pero no estaba solo entre aquellos árboles, que se arqueaban bloqueando la entrada de la débil luz cenicienta del sol y que le arrojaban pesados goterones aromáticos, como si las ramas de los árboles fueran el techo de una cueva de tierra caliza, resplandeciente, eterna y espantosa.

No, nunca más la vio ni la oyó. Pero había otras cosas que lo vigilaban.

Tragaba saliva una y otra vez para apaciguar la terrible sed que le abrasaba la garganta chamuscada por la cordita. Tenía frío; luego calor y sudaba. Vio cosas y oyó voces humanas de personas que no existían. Saltaba de un mundo a otro. Caminó. Y siguió caminando.

Fuera de su vista, las personitas blancas se escabullían. Parloteaban como crías de mono. Aparecían en el rabillo de sus párpados pesados; eran pequeñas y pálidas como niños desnudos.

En dos ocasiones durante su delirio, se dio la vuelta, se arrodilló y disparó el rifle hacia los árboles, en la dirección en la que le había parecido ver algo pequeño y pálido que empezaba a parlotear sobre unos pies diminutos. Y a continuación el silencio. Un terrible silencio preñado de presagios y de vagas esperanzas. Pero entonces volvía a empezar: el correteo de pies diminutos en el suelo húmedo del bosque fuera de su vista y los grititos proferidos por boquitas desde la lejana maleza.

Tenía una buena camada; todos muy jóvenes. Moder estaba herida y sus pequeñuelos estaban furiosos. Sabía que si él se desplomaba y perdía el conocimiento, ellos lo arrancarían de su sueño y se lo llevarían del fango fresco por el que se deslizaban sus pies. Así que caminaba, y seguía caminando, mientras conversaba consigo mismo para evitar que ellos se lo llevaran.

Debía de ser entrada la tarde cuando llegó al final del camino y vio el cielo por lo que le pareció la primera vez en muchos años. El camino simplemente acababa, y cuando Luke se dio la vuelta y volvió a mirar las murallas de árboles, se sintió como si hubiera llegado a una cala flanqueada por puntas abruptas después de emerger de una grieta en la pared de un acantilado o de una cueva recóndita. No podía ver el punto en el camino desde el que había partido para emprender la caminata que le había ocupado buena parte del día, ni ningún claro entre los matorrales del sotobosque, que se elevaban enmarañados hasta alcanzar la altura de un hombre.

Había llegado a una planicie rocosa, azotada por el viento y húmeda por la lluvia. Gris, con musgo verde y piedras blanquecinas. Interminable. Salvo por un puñado de pequeños abedules dispersos, el paraje era árido, desolado como el fondo de un gran océano seco.

La inhóspita quietud le abrumó con una sensación implacable y asfixiante de soledad; se sentía más solo de lo que recordaba haberse sentido jamás, aunque también sentía un impulso arrebatado de continuar caminando, eternamente, entre las enormes piedras. El paisaje le resultaba increíblemente familiar, como si hubiera llegado al lugar del que había partido hacía tanto tiempo… tanto tiempo, acompañado por sus mejores amigos.

Cuando puso algo de distancia con el margen del bosque, se sentó a descansar, levantando la cabeza con un sobresalto cada vez que se le hundía sobre el pecho y se sumía en un sueño teñido de rojo oscuro durante algunos segundos, o minutos, o incluso horas; no podía saberlo con seguridad.

Llegó un momento en que sus temblores se agravaron, así que se levantó tambaleante, se echó el rifle al hombro y empezó a caminar alejándose del bosque.

Al otro lado de una de las elevadas y extensas crestas, donde los árboles robustos sobresalían como un brazo señalando el cielo, encontró otro camino: estrecho, pedregoso e invadido de maleza, pero que sugería que alguien había trazado con resolución aquel angosto sendero en el paisaje de piedras y de musgo de reno gris. Alguien que también había huido del espantoso bosque.

Luke no sabía dónde estaba el norte ni el sur, ni adónde conducía el sendero, pero su simple descubrimiento le hizo llorar y estremecerse de la cabeza a los pies.

Y se adentró en la oscuridad tiritando violentamente, caminando con unas piernas que eran como muñones y unos pies que no sentía. Delgadas trazas de la luna y nubes claras se mantenían suspendidas en el cielo. Luke a veces se miraba fijamente la mano, pero sus ojos no veían nada. Las tinieblas no duraron demasiado y el cielo adquirió un color añil que se transformó en azul oscuro, luego en color rosa y, finalmente, en un blanco ceniciento.

Por unos breves momentos, su mente recuperó la claridad y Luke se sintió reconfortado. Y recordó con tanta nitidez que tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para convencerse de que no estaba de vuelta en su trabajo, ni en Londres, ni hablando de libros con Hutch en un bar de Estocolmo.

Pero en medio del delirio repetitivo y tedioso, del ruido de los pasos de sus pies entumecidos, del extraño momento de lucidez, decidió que ganar ochocientas sesenta y tres libras al mes después de impuestos a la edad de treinta y seis años ya no le importaba. Tampoco deber veinticinco mil libras al banco NatWest del préstamo que había pedido hacía tanto tiempo para abrir un negocio que había fracasado. Todo eso era irrelevante. El hecho de que no le gustara su trabajo, de que odiara a un par de compañeros de la tienda, de que fuera tan pobre como el más pobre de sus vecinos inmigrantes de Finsbury Park, de que temiera la llegada de la Navidad porque cada vez le quedaban menos sitios adonde ir y de que solo tuviera tres pares de zapatos no importaba. Y toda esa carga lo abandonó. Ahora sus ojos miraban algo que sobresalía más allá del horizonte y que al mismo tiempo se encontraba en lo más profundo de su ser. Y comprendió que lo que ahora sentía nunca podría revivirlo. Pero tampoco eso importaba. Lo que sobreviviera, y viviera, en su interior sería más que suficiente. Y sabía qué cosas lo mantenían en su sitio, y reflejaban para él la imagen de quien había sido una vez, y eso ponía orden en toda la gente a su alrededor, y las cosas por las que un hombre debía luchar para conseguirlas en el viejo mundo ya no eran importantes.

A pesar de estar lisiado, cubierto por una capa endurecida de mugre, manchado de sangre y con la cabeza todavía coronada por un puñado de flores secas —como si mantuvieran juntos los fragmentos irreparables de su cráneo—, se sintió ligero, aturdido y aliviado. Estaba desnudo, y su cabeza brillaba con una luz blancuzca pese a que el cielo estaba gris y la lluvia se precipitaba sobre él.

Nada importaba salvo el hecho de estar allí. Consigo mismo. Todavía quedaba vida en él. Su corazón latía. El aire entraba en sus pulmones y volvía a salir. Un pie seguía a otro. Ahora que sabía lo rápido, repentino e imprevisto que podía ser el final de una vida, lo irrelevante de la vida para aquel universo de tierra, cielo y tiempo, la indiferencia con la que ese universo contemplaba a las personas que todavía lo habitaban, a las que aún estaban por llegar y a las que ya lo habían abandonado, se sintió libre. Solo pero libre. Libre de todo ello. Libre de la gente, libre de todo. Al menos por un momento. Y eso era precisamente lo que todo el mundo tenía en realidad, concluyó Luke: un breve momento.